La relación entre pandillas y funcionarios públicos no es nueva. Y no hay vínculo con ellas a cambio de nada; siempre hay un precio. La Tregua constituye quizá el mejor ejemplo de cómo se establece una relación con las pandillas desde las más altas esferas del Estado, aunque los que hoy están pagando las consecuencias solo sean unos cuantos de los que participaron en el asunto. A cambio de reducir los homicidios, las pandillas habrían recibido no pocos beneficios. También fueron del conocimiento general las conversaciones de dirigentes de partidos políticos con líderes de estos grupos criminales, en las que se negoció apoyo electoral a cambio de dinero, aprobación de candidatos a integrar el futuro gabinete y quién sabe qué cosas más.
Un escalón más peligroso es el involucramiento de funcionarios en la estructura de las pandillas y la infiltración de pandilleros en entes públicos. A fines de julio de 2015, Maritza Raquel González Molina, concejal municipal de Zacatecoluca por parte de Arena, fue capturada, junto a miembros de la pandilla 18, acusada de extorsión y actos delictivos. En mayo de este año, el Juzgado Especializado de Instrucción B de San Salvador realizó una audiencia de imposición de medidas contra un concejal de Arena de la Alcaldía de Sacacoyo y 22 supuestos pandilleros. De acuerdo a la Fiscalía General de la República, estos últimos hacían uso de uniformes de la PNC para cometer hechos delictivos. Al concejal se le acusó de agrupaciones ilícitas.
El escándalo de estos días en la alcaldía de Apopa representa, por el número acusados, por las actividades que se les achacan y por la organización que tenían, un nivel superior de penetración en la administración pública. Hace algunos años se comenzó a advertir de la posibilidad de que las pandillas incursionaran en la política. Ante este tipo de señalamientos, en 2013 Munguía Payés afirmó que sería bueno que las pandillas se convirtieran en organizaciones políticas con tal de que dejaran de delinquir. Pero todo parece indicar que no optaron por la vía de crear sus propias organizaciones políticas, sino por penetrar a los partidos ya existentes. Y no precisamente para abandonar el crimen, sino para tener una plataforma con recursos para operar de mejor manera.
En el caso de la alcaldía de Apopa, de comprobarse los cargos, se estaría hablando de una estructura de las pandillas enquistada en la administración pública, al más alto nivel, a través de uno de los dos principales partidos políticos del país. De acuerdo a la información proporcionada por la PNC y la Fiscalía, casi un centenar de personas estarían implicadas; entre ellas, el alcalde, algunos miembros del CAM y empleados con puestos estratégicos en la comuna. Desde los despachos municipales se habría planeado y perpetrado amenazas, extorsiones y homicidios. La alcaldía, de acuerdo al director de la Policía, proporcionaba vehículos y combustible para cometer ilícitos.
El asunto plantea serias preguntas y obliga a que Arena haga una honda reflexión. ¿Cómo puede ser que personas con antecedentes como los del alcalde de Apopa se sumen a las filas de un partido? ¿Cuántos pandilleros forman parte de institutos políticos? ¿El caso se trata de una infiltración o de una estrategia para granjearse votos? Como sea, el caso es una muestra del grado de organización e inteligencia operativa que han adquirido las pandillas en el país. Tal como están las cosas, todos los partidos las necesitan. Ellas tienen control territorial y pueden movilizar a miles de personas; pueden garantizar votos en elecciones. Y la Tregua las hizo aún más conscientes del poder político que el control territorial les da. Cuando el alcalde de Ilopango anunció ciertas iniciativas acompañado de jefes de clicas, cuando colocan concejales, cuando se toman el control de una alcaldía entera, las pandillas ejercitan el poder político que han logrado y que se les ha concedido. Cuando los partidos se acercan a las pandillas en tiempos electorales, refuerzan ese poder y las aúpan con ellos al Estado.