Los últimos casos en los que la justicia ha absuelto a un acusado por insuficiencia o debilidad de pruebas muestran la necesidad de un cambio de estrategia en el trabajo de la Fiscalía General de la República, así como la urgencia de fortalecer su capacidad técnica. Desde que, en 2006, se le otorgó el monopolio de la investigación y procesamiento del delito, la Fiscalía no ha estado a la altura de su misión. Por un lado, las personas elegidas por la Asamblea Legislativa para dirigir la institución no han sido las más capaces ni han mostrado un genuino deseo de combatir el crimen. Más bien, la mayoría de ellas fueron nombradas para responder a la exigencia de impunidad de los partidos políticos y los grupos de poder, teniendo más peso la afinidad y la lealtad que la idoneidad profesional.
Por otro lado, a lo largo de los 25 años que han seguido a la firma de los Acuerdos de Paz, no se ha dotado a la Fiscalía General de los medios y recursos necesarios para realizar su función con la efectividad requerida. El principal papel de un fiscal es dirigir la investigación de un delito y presentar al juez las pruebas que muestren la responsabilidad de los acusados. Ni una cosa ni la otra se hacen siempre de la manera correcta, y de ahí que tantos casos sean sobreseídos y los acusados absueltos por falta de pruebas que sustenten su participación en los delitos de los que se les acusa.
Si de verdad se quiere acabar con la impunidad y, por ende, contribuir a la pacificación de la sociedad y a la seguridad ciudadana, es imprescindible fortalecer la Fiscalía. Son varios los caminos para lograrlo. El primero, que los fiscales estén capacitados. No basta con que sean abogados. Deben tener conocimientos especializados en la investigación del delito y en la presentación de casos ante la justicia. También hay que revisar si no es más conveniente que la Fiscalía tenga su propio cuerpo de investigadores en lugar de depender de la PNC. Ello le permitiría mayor independencia y libertad cuando los sospechosos sean miembros de la Policía. Además, evitaría la duplicidad de mando en la que se encuentran los policías que realizan tareas de investigación para la Fiscalía. Por supuesto, ello no impediría que la PNC contribuyera con pruebas a la mejor sustentación de los casos.
No menos importante es el presupuesto de la Fiscalía, en la actualidad demasiado exiguo para los niveles de criminalidad que enfrenta el país. Mientras a la institución se le niegan los recursos financieros necesarios para cumplir con sus funciones a cabalidad, el órgano judicial recibe, por ley, el 6% del presupuesto nacional, lo que le permite contratar seguros privados de salud y ofrecer anualmente dos generosos bonos a todos sus empleados, entre otros gastos fuera de lógica. Es decir, mientras una no dispone de dinero para, por ejemplo, contratar a más fiscales, el otro no sabe qué hacer con el monto que se le asigna, pese a que sigue sin ofrecer pronta justicia a la población.
Finalmente, otro aspecto clave: la duración del mandato del Fiscal General. Tres años son insuficientes para imprimirle a la institución la dirección correcta. Deberían ser al menos seis, pero con la posibilidad de que la Asamblea Legislativa destituya al funcionario en caso de que no cumpla con su trabajo. El actual fiscal general, Douglas Meléndez, ha contado con el apoyo de una buena parte de la ciudadanía, que ha aplaudido que haya iniciado casos contra gente poderosa que se pensaba intocable. Pero los salvadoreños esperan resultados, no solo casos mediáticos que son anunciados con bombo y platillo pero que después se caen en los tribunales. En este sentido, Meléndez debe revisar su trabajo y mostrar con hechos que merece seguir al frente de una Fiscalía urgida de reformas.