En editoriales anteriores nos hemos referido a lo que tiene en vilo a El Salvador: los siempre numerosos homicidios, que en su mayoría se comenten con armas de fuego. Y habrá que seguir martillando sobre este asunto porque, pese a las declaraciones oficiales que anuncian una mejoría en materia de seguridad, las angustias de la población no cesan. Por el contrario, la problemática se complejiza antes la posibilidad de que ese estado de ánimo se traduzca en una apuesta por el autoritarismo como fórmula para superar nuestros males, entre los cuales destacan la desigualdad económica y social.
Precisamente, esa posibilidad es la que se ha hecho patente en los resultados de una encuesta reciente patrocinada por El Faro y otras entidades. Y los comentarios ante dichos resultados no se han hecho esperar. Entre las reacciones en contra están las que sostienen que esa consulta de opinión está sesgada, que responde a intereses ocultos o abiertos para desprestigiar al actual Gobierno, que en las administraciones de Arena nadie preguntó sobre la aceptación o no de un golpe militar como remedio... Pero no.
Hace poco se presentó en el país el libro Cultura política de la democracia en El Salvador, 2010. Consolidación democrática en las Américas en tiempos difíciles; sus autores, los salvadoreños Ricardo Córdova Macías y José Miguel Cruz. En el estudio, que compara 2008 con el año mencionado, se afirma que el 40.9 por ciento de la población salvadoreña se inclinaba hacia la salida autoritaria en 2010. Por encima estaban las de Belice, México, Guatemala y Perú, en ese orden. En la encuesta de El Faro y sus asociados, el dato es de un 45 por ciento.
Preocupantes ambos resultados como para hacerlos de lado así, sin más, alegando conspiraciones partidistas o de cualquier otro origen. Que pueda haberlas, es probable. Pero no es cerrando los ojos o volteando la mirada que desaparecerá el riesgo; tampoco publicitando logros incipientes que aún no se han consolidado, sin tener una política estatal clara y coordinada para enfrentar la criminalidad sin distingo alguno.
Eso es lo que ha ocurrido con el Distrito Italia, en el municipio de Tonacatepeque, San Salvador. Hace unos días, en esa colonia fueron asesinados a balazos tres vendedores de agua envasada y dos más resultaron heridos. Eso no debería llamar la atención, pues es la anormal normalidad de la tan prolongada posguerra salvadoreña. Fueron dos los factores los que le imprimieron mayor impacto a la noticia. El primero: la ejecución colectiva ocurrió a pocos metros del local donde se ubica, desde hace meses, la sede de la tropa destacada en esa populosa concentración de viviendas. El segundo: el Distrito Italia era el estandarte del éxito gubernamental en materia de seguridad.
Al respecto, un dato interesante lo encontramos en otra encuesta, la de evaluación de 2010 realizada por el IUDOP. En el sondeo, la Fuerza Armada de El Salvador aparece, de nuevo, como la institución que le genera más confianza a la población; el 43.5 por ciento de los salvadoreños opina así. En el Gobierno, en cambio, solo confía un 26.8 por ciento. ¿Qué sucederá si la gente empieza a creer que la responsabilidad por la falta de solución al problema de la delincuencia no es de los militares, sino de su comandante general, el Presidente de la República? ¿Será probable, entonces, que se incremente el número de personas dispuestas a escuchar los cantos de sirena autoritarios?
Hay gente que añora la fórmula militar por referencias, pues nunca vivió en los tiempos de dictadura. Y eso es peligrosísimo. Quienes sí los vivieron saben que esa supuesta paz y tranquilidad de entonces era la de los cementerios. Frente a este escenario de añoranza, el Gobierno debería encarar de forma valiente y decidida las graves violaciones de derechos humanos y crímenes acaecidos durante la guerra que —al igual que sus antecesores— ha preferido mantener en la impunidad. Y debería, además, rescatar la memoria del dolor y la muerte padecidos por este pueblo, junto a la evidencia que identifica a sus responsables.