El jueves de la semana pasada, el PNUD presentó el primer informe y medición de la pobreza multidimensional. Acostumbrados a que la pobreza se midiera con base en los ingresos y con un sistema que, aunque internacional, es bastante arbitrario, se ha solido desconfiar de los resultados que periódicamente se publican. La medición por ingreso ha sido trabajada sobre todo por los bancos internacionales y las agencias oficiales de desarrollo, y pone el nivel de ingreso y la capacidad de consumo como únicos elementos para entender la pobreza. Así, se definen, desde situaciones de privilegio y comodidad, unos límites mínimos —con frecuencia, degradantes— que en realidad buscan reducir las cifras y evitar reconocer la pobreza y la injusticia. El nuevo sistema, más trabajado en la academia que en los bancos, dice más sobre la pobreza y responde mejor a la necesidad de enfrentarla mediante políticas públicas.
Esta nueva medición, combinándola con la de ingreso, retrata mejor la realidad de El Salvador. Según la medición por ingreso, en 2014 había un 31% de pobres. La medición multidimensional, que calcula la pobreza a través de carencias o privaciones básicas de derechos fundamentales, la cifra en un 35%. Cuando se juntan ambas, se observa que hay pobres por ingreso que no figuran en la pobreza multidimensional, y viceversa. Si se suma los que coinciden y los que no coinciden, se obtiene un total de un 49.4% con algún tipo de pobreza. Que 23 años después de la guerra civil tengamos unos índices de pobreza de esa magnitud, de casi la mitad de la población, debería ser un llamado urgente a establecer políticas públicas que enfrenten el problema.
La medición multidimensional también le ofrece una dirección a las políticas públicas al señalar las privaciones y carencias principales tanto de los pobres como de los sectores vulnerables. En el informe del PNUD, se agrupan en cuatro áreas dichas carencias: educación, vivienda, trabajo e inseguridad. En educación destaca la baja formación de los adultos. El sistema ha sido y sigue siendo incapaz de dotar a la mayoría de salvadoreños de la educación requerida para el desarrollo de sus capacidades. En vivienda, destacan problemas graves como el hacinamiento, la construcción con materiales inadecuados, la falta de saneamiento y de acceso al agua. Si la vivienda no es acogedora y mínimamente agradable, la constitución del hogar tiende a ser inestable, con todos los daños sicológicos y sociales que ello supone. El empleo vulnerable, la informalidad y la falta de acceso a la seguridad social completan las dificultades en el sector trabajo, tan indispensable tanto para la manutención de la familia como para la autoestima y la participación social. Y finalmente, aparece también como grave carencia la serie de restricciones debidas a la inseguridad. Restricciones que hacen más dura la pobreza, que hunden en la misma y que crean graves perjuicios sicológicos, cuando no físicos.
No hay duda de que una política de desarrollo tiene que incluir esas cuatro áreas, además de otras también indispensables, como la salud, la lucha contra la corrupción y el fortalecimiento de las instituciones. Pero esas cuatro deberían priorizarse, porque son las que permitirán vencer la pobreza de aquí a 2030. Y eso lleva, inevitablemente, a formularse una pregunta: ¿se puede enfrentar esta serie de problemas y carencias con los recursos actuales del Estado? A pesar del griterío de algunos que afirman que con austeridad gubernamental habría suficientes recursos para iniciar un despegue hacia el desarrollo, lo cierto es que la inversión necesaria para vencer la pobreza no se puede cubrir con la actual recaudación tributaria. Una reforma fiscal es inevitable. Pero no en base de ir poniendo parches de nuevos impuestos y de préstamos, como se ha hecho hasta el presente, sino mirando al conjunto de las posibilidades y necesidades de El Salvador. El exceso de informalidad económica limita la población tributaria, que debe ampliarse, y hasta ahora los impuestos han favorecido a los más ricos, que pagan proporcionalmente menos que la clase media o los pobres. Además, la evasión y elusión fiscal les ha caracterizado como práctica irresponsable e indebida. Entrarle en serio a la política tributaria es una tarea necesaria para generar las ansiadas dinámicas de justicia y desarrollo social.