En el mismo mes en que se celebra la firma de los Acuerdos de Paz, que dieron pie a la creación de la Policía Nacional Civil hace casi 25 años, han salido a la luz pública nuevos actos criminales cometidos por agentes, esta vez contra sus mismas compañeras de labores dentro de dependencias policiales. La alarma y el repudio generados por estos hechos han sido grandes, y no solo porque resultan inauditos e inaceptables en personas que tienen el deber de proteger la vida de la población, sino también por tratarse de feminicidios cometidos por policías en una sociedad que padece de esta epidemia, y que para intentar superarla ha tenido que aprobar e implementar leyes especiales. La pregunta queda flotando dolorosamente: ¿ahora la sociedad salvadoreña ya no cuentan con la Policía para proteger de la violencia a las mujeres?
Igualmente escandalosas son la actitud de encubrimiento de la corporación policial y las declaraciones de las autoridades, que afirman que se trata de hechos aislados, de errores que cualquiera puede cometer. En lugar de poner todos los medios para investigar, detener y poner ante la justicia a los criminales entre sus filas, les han permitido la fuga. Estos casos incrementan el desprestigio de la ya muy maltrecha PNC, contribuyen a la creciente pérdida de confianza en la misma, minando uno de los aspectos esenciales de una sociedad democrática: contar con un cuerpo de seguridad respetuoso de la dignidad de la persona, confiable y garante del respeto a los derechos humanos.
La Policía Nacional Civil es una de las principales instituciones surgidas del proceso de paz y fue concebida fundamentalmente para velar por la nueva institucionalidad democrática y el respeto a los derechos humanos, tantas veces mancillados por los antiguos cuerpos de seguridad. Según la letra y el espíritu de los Acuerdos de Paz, la PNC debía ser ejemplar: “Ningún miembro de la Policía Nacional Civil podrá infligir, instigar o tolerar ningún acto de tortura u otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, ni invocar la orden de un superior o circunstancias especiales, como estado de guerra o amenaza de guerra, amenaza a la seguridad nacional, inestabilidad política interna, o cualquier otra emergencia pública, como justificación de la tortura u otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes”.
A casi un cuarto de siglo de su fundación, la Policía no ha cumplido con las expectativas con las que fue creada. Sus miembros, en lugar de “cumplir en todo momento los deberes que les imponen la ley, sirviendo a la comunidad y protegiendo a todas las personas contra actos ilegales, en consonancia con el alto grado de responsabilidad exigido por su profesión”, generan temor y desconfianza. Prueba de ello es que, según la última encuesta del Iudop, el 68% de la población se siente poco o nada seguro ante un policía. Esta situación no ha ocurrido de la noche a la mañana ni casualmente. Es fruto de un proceso de degradación que se gestó desde los inicios de la PNC, sin que las autoridades ni la mayoría de los políticos se preocuparan por ello.
Que hoy la Policía se parezca a los cuerpos de seguridad que sustituyó, la descomposición tan evidente y peligrosa de la corporación, es responsabilidad tanto de los que la han dirigido como de todos los Gobiernos de la posguerra. La permisividad ante el incumplimiento de la nueva doctrina policial, hacer el ojo pacho ante las corruptelas, permitir actos ilegales, el desinterés en que la Inspectoría General de la PNC realice las funciones que la ley le asigna, la complicidad corporativa a favor de los policías acusados de hechos delictivos, impedir o dificultar la sanción a los agentes infractores son factores que han contribuido a que hoy tengamos nuevamente un cuerpo policial en el que la población no puede confiar.
Urge reconocer que la PNC está enferma, que requiere apoyo y atención, y que es necesario parar en seco todo acto contrario a la ley. Si no se acepta el problema —tal como es la tónica actual de las autoridades—, no se actuará para corregirlo. Lo primero es fortalecer el control interno, una tarea asignada a la Inspectoría General que puede y debe ser apoyada por la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos. En segundo lugar, hay que reforzar la formación en los principios doctrinarios de la Policía y vigilar e incentivar su cumplimiento. También es esencial que se dignifique la función policial; es decir, se premie a los buenos elementos, se garanticen condiciones laborales dignas, se paguen salarios justos y acordes a los riesgos inherentes de la profesión, se les den a los agentes las herramientas necesarias para enfrentar la criminalidad y cuenten con el acompañamiento psicológico requerido para mantener un sano equilibrio mental. En esto deben trabajar los que dicen apoyar a la PNC, en lugar de justificar y defender sus actos arbitrarios e ilegales. Para no caer en la maldición histórica de los cuerpos de seguridad salvadoreños, es fundamental rescatar la idea original con la que se concibió la Policía: “Será su misión la de proteger y garantizar el libre ejercicio de los derechos y las libertades de las personas, la de prevenir y combatir toda clase de delitos, así como la de mantener la paz interna, la tranquilidad, el orden y la seguridad pública, tanto en el ámbito urbano como en el rural”.