Primero las personas, después las instituciones

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Editorial UCA
05/11/2014

Para nadie es un secreto que los grandes bancos han sido en parte protagonistas de las últimas crisis económicas mundiales, y que en parte también han salido beneficiados con los fondos estatales destinados a evitar quiebras en cadena. Tampoco es un secreto que varios de los bancos más importantes a nivel mundial han tenido que pagar cuantiosas multas por haber engañado a los Estados y no haber observado las normas en contra del lavado de dinero. El famoso HSBC, por ejemplo, tuvo que hacerlo para evitar que sus directivos fueran a la cárcel. No respetar estas reglas ha servido tanto para apoyar al narcotráfico como para evadir impuestos.

En El Salvador, no sería extraño que algunos bancos que burlaron la normativa hayan también servido a intereses ilícitos. Pero más allá de esa posibilidad, se han servido de una empresa, Dicom, para negarle a la gente servicios de los que hacen sistemáticamente promoción y a los que están obligados. Cualquier deuda no pagada iba a parar a esta empresa, que mantenía en su base de datos a miles de personas, aun cuando ya hubieran solucionado sus problemas crediticios. El poder de los bancos se consideraba un valor superior al derecho de las personas a la intimidad o incluso a la recuperación de derechos una vez saldadas sus cuentas. En una sociedad como la nuestra, que con frecuencia hace depender el consumo del crédito, negar préstamos por la única razón de que en algún momento no se pudieron pagar las obligaciones a tiempo es simplemente un abuso. Y un abuso que se lleva a cabo por la tradicional indefensión del ciudadano ante el que tiene poder e influencia. Si los ciudadanos tuvieran la suficiente capacidad organizativa como para dejar de pedir créditos a los bancos que cometieran ese abuso, las empresas financieras andarían con más cuidado.

A pesar del afán de los bancos por controlar el mercado del crédito, la base de datos personales debe estar protegida, al igual que el derecho al honor y a no ser marginado o maltratado por informaciones negativas de un antecedente ya superado. Hace unos meses tuvimos la experiencia, denunciada por un medio electrónico, de la filtración de datos personales íntimos por parte de la Fiscalía General de la República. Se suele afirmar, incluso en círculos gubernamentales, que algunas empresas de seguridad privadas hacen labores de espionaje de personas. El afán de chantajear y desacreditar con chambres y rumores es una enfermedad nacional. Sobran acusaciones sobre el pago de personas dedicadas a insultar por Internet, los famosos “troles” (si utilizáramos adecuadamente el diccionario de la Academia Española, podríamos con razón llamarlos “troleros”). Los insultos y mentiras que se lanzan en los comentarios anónimos a noticias y artículos muestran un mundo en el que los desequilibrios personales predominan sobre la racionalidad. Al final podemos decir que si se permite a los poderosos controlar la información de personas para impedir sus derechos, la democracia puede llegar a convertirse en un desbarajuste. Porque la democracia, antes que institucionalidad, debe tener valores. Y las instituciones están precisamente al servicio de estos valores, no del dinero o del capricho político de los que se lucran de sus puestos.

La sentencia de la Sala de lo Constitucional contra Dicom ha venido a poner un poco de orden dentro del abuso y la falta de ética de bancos y empresas crediticias. El respeto a las personas es un valor superior, al menos si leemos con seriedad el artículo primero de nuestra Constitución. Y no es que se deba irrespetar a los bancos, que también tienen derecho a la buena fama. Pero cuando instituciones vinculadas al poder del Estado, del dinero o de cualquier otra fuente de poder quieren ponerse por encima de las personas e irrespetar sus derechos, la respuesta ciudadana tiene que ser clara: primero las personas, después las instituciones.

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