En días reciente se informó oficialmente sobre el uso que se le dará a los fondos provenientes del impuesto especial a la telefonía, creado para enfrentar la violencia delictiva. Durante el segundo semestre de este año, de los 74 millones recaudados, el 62% se destinará a “control y represión” del delito, el 37% a “prevención” y el 1% a la “atención a víctimas”. El anuncio, tanto por las palabras escogidas como por la distribución del dinero, refleja con bastante exactitud la política gubernamental frente al delito. El control y la represión se llevan casi dos terceras partes de este presupuesto especial, indicando así cuál es en la práctica la primera prioridad. El uso de las palabras “control” y “represión” señalan también la tónica del enfrentamiento del delito, que privilegia la fuerza bruta y la mano dura.
La repetición de expresiones como “guerra contra el crimen”, “fuerza letal” y “represión”, utilizadas por altos mandos de la PNC y algunos funcionarios del Gobierno, así como el número de muertos en enfrentamientos con la Policía, indican claramente el rumbo que se está siguiendo. Y la llamada a no tener en cuenta los derechos humanos en algunas circunstancias reconfirma la posición agresiva de las autoridades y el olvido de las víctimas. En realidad, ese 1% que se les asigna a las víctimas es vergonzoso y lesivo a los derechos de la ciudadanía, dado que la indefensión de las víctimas de la violencia y la despreocupación por ellas es un problema grave en el país. Y máxime cuando algunas de ellas, aunque por supuesto no la mayoría, son tales por los atropellos de agentes del Estado.
Frente a esta situación, expresada gráficamente en el reparto de recursos, hay que recordar que legalmente la misión de la Policía y de las instituciones encargadas de salvaguardar las leyes es prevenir el delito y proteger la convivencia ciudadana a través de la investigación, la persecución y puesta a disposición del sistema judicial de todo hecho delictivo. La prevención del delito, hay que decirlo, no es solo función de otras instituciones estatales y privadas, sino también modo de actuar imprescindible de la Policía. El lenguaje agresivo de las autoridades no anima al uso de la inteligencia, esencial para frenar el crimen, sino a establecer formas operativas rayanas en la ilegalidad o claramente ilegales. Las palabras “control” y “represión” suenan más a régimen militar que a democracia.
La participación de la Fuerza Armada en labores de seguridad agrava la situación y dificulta que se enfrente el delito de manera atinada y razonada. En varias ocasiones, distintas organizaciones nacionales han insistido en la necesidad de que el Estado salvadoreño ratifique el Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanas o Degradantes. Somos el único país de Centroamérica que no lo ha firmado. En el contexto actual, hacerlo sería no solo un signo positivo por parte del Gobierno, sino un buen paso en defensa de una ciudadanía que reporta excesos de fuerza en el ejercicio de la autoridad policial.
El Consejo Nacional de Seguridad Ciudadana y Convivencia desarrolló hace un par de años un excelente plan que posteriormente el Gobierno llamó El Salvador Seguro. En aquel entonces, más del 80% de lo que se presupuestaba para enfrentar el problema de la violencia iba destinado a prevención. Y es un hecho que la situación de violencia ha mejorado en aquellos municipios en los que la ciudadanía ha colaborado más para prevenir el delito. Donde se ha trabajado en conjunto con las instituciones y asociaciones locales, los resultados han sido mejores, sin necesidad de recurrir al uso de la fuerza letal o a esa peligrosa e ilegal forma de defenderse que consiste en repartir armas entre los ciudadanos. En este sentido, sería mucho mejor invertir en prevención la mitad o un poco más de los fondos del impuesto a la telefonía y asignar el resto dándole prioridad a las víctimas, que por hoy están marginadas y olvidadas.