Periódicamente se publican informes sobre la situación de los privados de libertad. Aislados, hacinados, maltratados, cuando salen de la cárcel mantienen narrativas que estremecen la conciencia. Las denuncias de muertes en prisión por abandono o irresponsabilidad se repiten con insistencia desde que el régimen de excepción dio puerta libre a las detenciones masivas y, por lo general, arbitrarias. Niños huérfanos y abandonados sin tutela paterna, incluso muertos en la cárcel, son fruto de esas detenciones masivas. La prohibición de la visita familiar y del abogado, el pago de alimentos para que los familiares presos no se mueran de hambre muestran un escenario de abuso. Y los ataques orquestados a cualquiera que defienda a los privados de libertad o diga que hay detenciones arbitrarias señalan un serio desprecio al Estado de derecho. Por todo ello, es necesario recordar no solo que los presos son personas, no animales, como en ocasiones han dicho algunos funcionarios, sino también que existen tratados firmados y ratificados por El Salvador que obligan al Estado y a los Gobiernos de turno. La Convención Americana sobre Derechos Humanos es uno de esos tratados.
La Convención garantiza el derecho a la integridad física, psíquica y moral. Someter al hambre a las personas que están bajo tutela del Estado, no brindarles atención médica, maltratarlas físicamente es una clara violación de derechos. Aunque todo ellos fueran criminales —y como se sabe, muchos no lo son—, el Estado no puede someterlos “a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”. El Estado no puede añadir más penas o castigos a lo impuesto por los jueces. El Salvador se ha comprometido con su firma a que “los procesados deben estar separados de los condenados”, porque los primeros gozan de presunción de inocencia. Eso no se ha cumplido prácticamente nunca. Es vergonzoso que las instituciones estatales encargadas de velar por las obligaciones internacionales contraídas en el campo de los derechos humanos, desde los jueces a las procuradurías, guarden un silencio cómplice con el abuso y el incumplimiento de normas con valor de ley.
Tanto la ONU como la OEA, dos instituciones clave a las que pertenece El Salvador, han elaborado normas mínimas de trato decente a los privados de libertad. Las de la ONU suelen ser mencionadas como la “Reglas Nelson Mandela”, en honor al luchador sudafricano contra el racismo. Y en ellas se insiste en que los reclusos deben estar autorizados “a comunicarse periódicamente, bajo la debida vigilancia, con sus familiares y amigos”. La OEA tiene sus Principios y Buenas Prácticas sobre la Protección de las Personas Privadas de la Libertad en las Américas. En esta normativa se repite como buena práctica y exigencia el derecho a las visitas periódicas de familiares, representantes legales y otras personas, “especialmente con sus padres, hijos e hijas, y con sus respectivas parejas”. En contraste con eso, el sistema carcelario salvadoreño ha optado incluso por no informar del paradero de los detenidos a sus familiares. Con un sistema de justicia amañado y en descomposición, dispuesto a juzgar a grandes masas de acusados sin dar garantía de ningún tipo, los jueces carecen de una perspectiva real de justicia y equidad. El fin del régimen de excepción posibilitaría el retorno a una cierta independencia judicial y a la posibilidad de evolucionar a un diálogo más fructífero en el campo de los derechos humanos.