Desde hace ya varios años, son muchos los que estiman necesaria y urgente una reforma al sistema de pensiones. Las principales razones son dos: por un lado, el sistema privado es incapaz de proveer pensiones dignas; y por otro, el pago de las pensiones tanto del sistema público como del privado durante la transición de uno a otro implica una carga financiera insostenible para el Estado. Y hay otros factores no menos importantes, como la baja cobertura del sistema, que apenas cubre a una cuarta parte de la población económicamente activa y los altos costos de administración del sistema privado de pensiones. Dicho en pocas palabras, el sistema de ahorro privado de pensiones no solo es ineficiente y oneroso, sino también incapaz de ofrecer una jubilación justa. Aun cuando se haya cumplido la edad mínima para pensionarse y se hayan cotizado los 300 meses requeridos, el sistema no garantiza una pensión adecuada. Y ello incluso para los trabajadores de buen nivel salarial.
Los defensores de este sistema aceptan las deficiencias, reconocen que ofrece pensiones bajas en relación al salario que percibía el cotizante al momento de retirarse. Pero afirman que ello no se debe a fallas del sistema en sí mismo, sino a la escasa rentabilidad de los fondos de pensiones. Poca rentabilidad que, a su juicio, es efecto de las limitaciones que la ley impone a las inversiones que pueden hacerse con los fondos del sistema y, en especial, de las bajas tasas de interés que rinden los certificados de inversión previsional, que son los recursos que se deben prestar al sistema público de pensiones para que pueda cumplir con sus obligaciones. Sin embargo, la realidad y los cálculos muestran que incluso con una rentabilidad superior a la del mercado, el sistema no garantizaría una pensión adecuada en relación al salario percibido ni mucho menos permanente; a lo sumo se otorgaría pensión para 15 años.
En definitiva, el actual sistema de ahorro privado de pensiones supone una pérdida importante de ingresos al momento de pensionarse, y con ello se desestimula la jubilación, pues los trabajadores deberán seguir laborando —hasta que sus fuerzas lo permitan— para completar sus ingresos, antes de pasar a engrosar las filas de las mayorías pobres de nuestro país. Es claro, entonces, que los defensores del sistema se basan más en concepciones ideológicas que en realidades. Su visión es que el Estado no debe involucrarse en estos asuntos, porque cuando lo hace siempre es en perjuicio de la población. Por dogma, consideran mejor que sean agentes privados quienes administren los fondos de pensiones, aunque en la realidad las AFP cobren altas comisiones por un servicio que compromete la vejez de la mayoría de trabajadores.
Estos partidarios del capitalismo salvaje no consideran que la pensión sea un derecho humano, sino una cuestión de ahorro y sacrificio personal. Tienen, pues, una visión individualista, y por tanto, según ellos, cada quien debe resolver su jubilación por sí mismo, en lugar de apostar por una solución colectiva y solidaria. Es por esto que defienden a ultranza la permanencia del actual sistema, se oponen a una reforma integral del mismo y consideran que pasar a un sistema mixto o totalmente público sería desastroso. Pero en su defensa del sistema privado no tienen en cuenta, o simplemente no les importa, la pensión real que recibirá cada trabajador, la cual, en el mejor de los casos, equivaldrá al 50% del salario percibido en los últimos años. Tampoco les preocupa que la pensión no sea permanente y que al agotarse el ahorro individual el jubilado recibirá una pensión que estará por debajo del salario mínimo.
Los defensores del sistema privado aducen con facilidad que el público quebró por ineficiente y por la corrupción gubernamental, pero no analizan concienzudamente la realidad. El sistema público de pensiones se volvió inviable por las bajas cotizaciones que se exigían en aquel momento y las tan favorables condiciones mínimas requeridas para jubilarse. El problema no fue de administración ni de lógica solidaria, sino de abuso político. Igual ocurre con aquellos que ahora afirman que no deben elevarse las cotizaciones ni aumentarse la edad mínima para pensionarse. Esa postura implica ponerse de espaldas a la realidad y engañar a los trabajadores. Si se pretende que estos gocen de una pensión digna y acorde con el nivel de vida adquirido durante la vida laboral, es inevitable subir el porcentaje de cotización, incrementar el número de años de aporte y aumentar la edad mínima de jubilación. Y ello es más urgente y necesario si al final se decide mantener el sistema de ahorro privado de pensiones. Que no nos engañen prometiendo lo imposible; la reforma al sistema de pensiones es inevitable y necesaria para el bien de todos los trabajadores salvadoreños.