Reconciliación

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Recientemente se estrenó en El Salvador el documental de Marcela Zamora titulado Las Aradas, masacre en seis actos. Este 14 de mayo se celebra el 34.° aniversario de la masacre del Sumpul, como fue conocida desde el principio, enmarcada en lo que deberíamos tipificar como un plan claro de genocidio aplicado a las zonas agrícolas de nuestro país, donde los campesinos se habían sumado a las generalizadas reivindicaciones de justicia. No puede, en realidad, calificarse de otra manera un proyecto militar de tierra arrasada que repite en diversos lugares el mismo patrón de creación de terror, expulsión de la tierra y asesinatos masivos, con el respaldo de la "teoría" de que el campesino es el agua vital de la guerrilla y que, por tanto, para combatirla había que eliminarlo: quitarle el agua al pez. Los testimonios de sobrevivientes que aparecen en el documental hielan la sangre.

Aparte del de ellos, verdaderos protagonistas del documental, se registra el de dos militares ampliamente conocidos. Uno, el general Mauricio Ernesto Vargas, miembro de la famosa "Tandona" y firmante de los Acuerdos de Paz, quien prácticamente niega que se hayan cometido masacres en el país. Otro, el coronel Adolfo Arnoldo Majano, participante de la Junta Cívico Militar que en 1979 derrocó al Gobierno militar y corrupto del PCN, tratando de evitar la guerra civil que ya se avecinaba. Este último reconoce que llegaron tanto al Ministerio de Defensa como a él mismo noticias de la perpetración de la masacre. La situación era en aquel momento lo suficientemente difícil como para que el coronel Majano, ya medio apartado del poder, pudiera hacer algo. Pero muestra que así como hubo en la Fuerza Armada verdaderos asesinos y encubridores de asesinatos, había también personas decentes que hoy son capaces de arriesgarse diciendo la verdad y defendiendo la honestidad y la profesionalidad en las filas castrenses. Ocultar crímenes, decir que no hay pruebas, lavarse las manos ante delitos de lesa humanidad no es de personas decentes.

Aniversarios como el de la masacre del río Sumpul o de Las Aradas deben despertar en nosotros, los salvadoreños, una doble reacción. La primera, de recuerdo de las víctimas y, desde ese mismo recuerdo personalizado, de compromiso de desterrar toda forma de violencia de nuestra sociedad y de nuestras vidas. La permisividad frente a la violencia de cada día conduce finalmente a la repetición de las brutalidades que tanto nos han impactado y siguen impactándonos en nuestra historia. La segunda reacción debe llevarnos a exigir una verdad completa y, por supuesto, una petición de perdón no solo estatal, sino de todas las instituciones que participaron en este tipo de crímenes.

Mientras conmemoramos el aniversario de la masacre a las orillas de ese río fronterizo y bello que es el Sumpul, se desarrolla en El Salvador una campaña de colecta de llaves para usar ese metal en la construcción de un monumento a la reconciliación, ya en proceso en las orillas del bulevar Monseñor Romero. El recuerdo del Sumpul nos debe impulsar a la reconciliación. Reconciliación significa querer vivir como hermanos. Y lo deseamos porque rechazamos que la violencia sea un condimento permanente en la vida cotidiana. Pero la reconciliación debe construirse siempre sobre la verdad. Y la verdad exige tanto en las personas como en las instituciones el reconocimiento de los hechos, la asunción de responsabilidades y la petición de perdón. En ese sentido, aunque colaboremos con un monumento dedicado a la reconciliación, hemos de tener la suficiente claridad para saber que el monumento no nos reconcilia. Lo que reconcilia son las actitudes humanas que, desde el aprecio de las víctimas y el deseo de darles reparación, construyen verdad, reclaman alguna forma de justicia y exigen a las instituciones desligarse de un pasado criminal pidiendo perdón.

Hasta hoy, la Fuerza Armada ha rechazado pedir perdón por los crímenes cometidos con apoyo institucional por algunos de sus efectivos. Es muy probable que el partido en el Gobierno hasta hace cinco años lo hubiera desaconsejado o impedido, si algún buen militar hubiera querido hacerlo. Porque tampoco Arena como institución política ha pedido perdón por el claro ocultamiento de crímenes cometidos por sus propios miembros, funcionarios de sus Gobiernos o amigos y aliados. Independientemente de los réditos políticos o los descensos en popularidad que un partido pueda obtener del reconocimiento de la verdad, las instituciones permanentes de la República, como la Fuerza Armada, están obligadas por ética y simple decencia a reconocer sus errores y a pedir perdón. Lo han hecho, entre otras, tanto la Fuerza Armada de Argentina como la de Chile. Si mientras entregamos llaves para la reconciliación exigimos simultáneamente que la Fuerza Armada pida perdón por las masacres del pasado, haremos una contribución a la reconciliación y la institucionalidad del país muy superior a la que puede significar un monumento.

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Anónimo
14/05/2014
19:20 pm
Durante la guerra civil, las masacres formaban parte de la agenda de la fuerza armada y sus batallones elites de exterminio. Estos crimenes cometidos por la fuerza armada, en nada se diferencian de los crimenes que ahora cometen las pandillas en personas inocentes, niñas y niños. A los criminales de las pandillas no se les puede exigir que pidan perdon por sus crimenes, pero una institucion como la fuerza armada que forma parte del estado salvadoreño, lo menos que debiera hacer, es pedir perdon por sus crimenes, lo que sería un primer paso para limpiar ese pasado manchado de sangre de gente inocente. Caso contrario, los militares responsables de esas masacres no seran mas decentes que los actuales criminales de las pandillas.
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