En estos días se celebra el centenario del natalicio del beato Óscar Arnulfo Romero, declarado mártir por odio a la fe. Ello ha renovado la devoción al pastor mártir y generado muchas expresiones de gratitud y amor hacia este hombre que supo dar la vida por su pueblo. Las peregrinaciones y las diferentes celebraciones litúrgicas y culturales son una muestra del cariño y la admiración que El Salvador siente por un obispo que dio esperanza y fue ejemplo de fe viva en un contexto de cruda y permanente violencia. Un hombre que comprendió que seguir a Jesucristo volvía obligatorio ponerse del lado de los pobres, denunciar las graves injusticias que se cometían contra ellos y contra todos aquellos que luchaban por un país democrático. Monseñor Romero defendió el derecho de los salvadoreños a la libertad, acompañó a todos los que trabajaban por ella por medios pacíficos, convirtiéndose en abanderado de los derechos humanos y la justicia.
Es importante que en estas celebraciones no se pierda de vista cómo vivió monseñor y por qué lo mataron; de lo contrario, se corre el peligro de olvidar aquello que lo llevó a ser declarado mártir y beato. No pocos quieren pasar por alto la vida de Romero, incluso que se olviden las causas de su asesinato, para retratarlo desde un enfoque piadoso y beatífico. Eso no es más que hacer fraude, falsear el compromiso de monseñor con su misión de pastor y con la vida del pueblo salvadoreño. Para él, “la Iglesia tiene que comprometerse con los problemas del país, hacer conciencia e iluminar la realidad del país; en concreto, la situación política, criticando las cosas inconvenientes para hacer posible que la humanidad avance hacia el reino de Dios”. Y a ello se dedicó de manera intensa durante los tres últimos años de su vida, y ese fue su mayor legado.
Para monseñor, la misión de la Iglesia es proclamar el Reino de Dios, que es el reino de “la paz y la justicia, de la verdad y el amor, de la gracia y de la santidad […] para conseguir un orden político, social y económico que responda al plan de Dios”. Esa misión sigue vigente. Por ello, durante las celebraciones del centenario de su nacimiento, debe renovarse el compromiso de trabajar por la paz y la justicia, señalando todo aquello que se opone a la voluntad de Dios, aquello que imposibilita que los pobres tengan vida; hay que seguir denunciando las actitudes y realidades que impiden que El Salvador tenga una sociedad, una economía y una política acorde a los deseos de Dios.
Monseñor Romero ha sido declarado mártir porque se considera que sus asesinos estaban en contra de su modo concreto de vivir la fe. Lo mataron para destruir su ejemplo de vida cristiana. Sus actos de amor a los pobres, su defensa de la vida de los humildes, su denuncia de las injusticias, su llamado a la conversión de todos, pero especialmente de los ricos y de los que oprimían al pueblo, fueron los motivos de su asesinato. Como dice el papa Francisco, en el caso de monseñor, el martirio por odio a la fe es equivalente al martirio por odio a la justicia que pregonaba y exigía para su pueblo. A Romero la fe le exigió luchar por la justicia, que es uno de los signos principales de la presencia del Reino de Dios. Fue el seguimiento a Jesús, fruto de su profundo conocimiento de la vida del Hijo de Dios y del magisterio eclesial, lo que le movió a actuar desde su calidad de pastor en defensa de los descalzos, de los que luchaban por la libertad, la justicia, una vida digna, el respeto a los derechos humanos. Fue la suya una fe encarnada en la realidad, una fe “que asume los problemas, el mal y el pecado, para liberarnos de todo ello, sin separar lo humano de lo divino, ni lo espiritual de lo temporal, ni tampoco lo sagrado de los problemas que se presentan en la historia”.
En la actualidad, nuestro país continúa lejos del Reino de Dios; el mal está presente en las múltiples formas de violencia que nos afligen, en la hiriente desigualdad, en el acaparamiento de la riqueza por parte de un pequeño grupo, en la exclusión de una buena parte de la población. Monseñor nos llamaría a cambiar esta realidad a través de una conversión personal y social. Recordar a Óscar Arnulfo Romero, por tanto, puede y debe ser fuente de fuerza y ánimo para continuar con su legado; para comprender que la fe en Jesucristo se tiene que transformar en vida, en actitudes y en acciones personales y sociales que respondan al proyecto del Reino de Dios; para seguir reclamando la igual dignidad de todos; para exigir que en nuestra sociedad reine la justicia social por la cual monseñor tanto clamó y a la que ofreció su vida.