Estamos a una semana de celebrar un acontecimiento trascendental en nuestra historia. El Salvador está siendo noticia en el mundo no por una guerra, ni por un terremoto, ni por los altos niveles de violencia. La beatificación de monseñor Romero ha despertado interés internacional porque es el reconocimiento universal a una persona que puso su vida y su cargo al servicio de los más pobres y sufridos. Pero localmente corremos el peligro de solo fijarnos en el qué celebramos y olvidarnos del porqué. Es muy positivo que casi todos los sectores de la vida nacional se sumen al regocijo de un pueblo que no esperó el reconocimiento oficial para ver en monseñor Romero a un mensajero de Dios. Pero celebrarlo despojándolo de su mensaje, de su contexto histórico y de las causas de su asesinato, desnaturaliza el legado del pastor.
No es que no nos alegremos de que sectores poderosos —como algunos grandes medios de comunicación, empresarios y políticos— que antes confabularon contra el arzobispo, ahora levanten la bandera de la santidad de Romero. El punto es que reconocer con palabras al mártir cerrando los ojos a las razones que lo llevaron al martirio es honrarlo mal. Quienes hoy reconocen a Romero para no desentonar del reconocimiento universal dejan traslucir que sus acciones no son auténticas. Apenas estamos a las puertas del acto oficial de beatificación y ya se ven intentos de manipulación, lo que nos puede dar una idea de lo que vendrá después. Se están escuchando afirmaciones que distorsionan la verdad del obispo mártir hasta llegar a auténticas barbaridades.
Reconocen a monseñor Romero y a renglón seguido lo comparan con personajes como Domingo Monterrosa, responsable de la masacre de más de 800 mujeres, niños y hombres campesinos en El Mozote, y hasta con el que la Comisión de la Verdad y la mayoría del pueblo identifican como el autor intelectual de su asesinato, Roberto D’Aubuisson. Por otra parte, basta con escarbar un poco para darse cuenta de que algunos de los que ahora vitorean la beatificación de Romero pretenden convertirlo en una figura insípida en nombre de la diplomacia, de la reconciliación o de la despolarización de la sociedad. No es justo invocar la reconciliación sin antes pedir perdón por el asesinato de Romero y de tantos otros salvadoreños inocentes. No es honesto ni cristiano prepararse para encender cirios ante la foto de Romero y seguir negando la verdad que él denunció.
Honrar la memoria del arzobispo pasa por reconocer las razones que lo llevaron a la muerte en aquella difícil situación en la que le tocó vivir. Monseñor Romero denunció las injusticias que sufría el pueblo y señaló a quienes las cometían. Exhortó a los ricos a compartir ante la pobreza de la mayoría de la población. Condenó la violencia como mecanismo para resolver los problemas y animó a procurar la justicia social para evitar un derramamiento de sangre. Exigió, en nombre de Dios, desobedecer las órdenes de los jefes castrenses y policiales que mandaban asesinar a gente inocente.
En verdad, monseñor Óscar Romero es para todos. Pero solo puede serlo desde el reconocimiento de su vida, su mensaje y las causas de su martirio. No se puede ocultar que es un mártir por odio a la fe y, por eso, mártir de la justicia; como dijo el papa Francisco, es un mártir por el odio que le granjeó seguir con fidelidad el camino de Jesús, optar clara y decididamente por las víctimas de la violencia y de la injusticia. Y por esa razón es un santo. Ese hecho es el que se reconocerá el sábado 23 de mayo y el que celebrará el pueblo que siempre ha querido y honrado a Óscar Arnulfo Romero.