De nuevo corresponde negociar el salario mínimo. Cuando se reúne el grupo tripartito que discute el tema, da la impresión que no hablan de un salario digno o justo, sino del mínimo con el que puede aguantar la población. Hablan, pues, de salario-castigo, de salario-ofensa, de salario-desprecio-del-pobre. De una paga odiosa que no es digna ni suficiente para que el trabajador viva como merece. La existencia de diez salarios mínimos diferentes, según sea la naturaleza del trabajo que se realiza, muestra una clara voluntad de regatearle al trabajador la dignidad de su labor y someterle al máximo de explotación posible. Que Gobierno, empresarios y sindicalistas mantengan diez salarios mínimos, que oscilan entre los 251.70 dólares en comercio y servicios, y los 98.70 en la cosecha de algodón, habla horriblemente mal de los tres sectores.
Establecer diferencias de más del doble entre el salario mínimo de un trabajo urbano y los siete diferentes que hay para el campo no puede interpretarse más que como fruto de mentalidades racistas. Segregar a los trabajadores del campo en el derecho básico a un salario digno y decente se relaciona directamente con el concepto de discriminación racial que utiliza la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial en su artículo primero, numeral uno. Llama la atención que la OIT o la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos no hayan protestado por esa ofensa a una convención internacional que fue firmada por nuestro país en 1979.
Para complicar y agravar las cosas, los sindicatos han actuado a este respecto de manera inexplicable. Por ejemplo, en la última subida de salario mínimo hace más o menos tres años, la propuesta gubernamental era la más alta, seguida en monto por la patronal. La propuesta más baja fue la de los sindicatos. En otras palabras, los representantes de los trabajadores, frente a unos salarios mínimos de hambre, reclamaron el menor incremento. Y para colmo de males, pidieron, al igual que el Gobierno y la patronal, que se aplicara el mismo porcentaje de incremento a todos los salarios mínimos existentes, aumentando así la brecha entre el salario del campo y el de la ciudad.
La única explicación posible es que los líderes sindicales que formulan ese tipo de propuesta se han olvidado de cómo viven los trabajadores reales de El Salvador. Y eso no es raro, puesto que algunos de ellos han recibido en dietas, aparte de su salario ordinario, nueve mil dólares por acudir a las diez reuniones que al año realizan las instancias tripartitas Gobierno-empresa-sindicatos. El sindicalismo salvadoreño tiene que reaccionar ante este tipo de situaciones, que ciertamente implican una forma larvada de corrupción.
La UCA ve con suma preocupación que los salarios mínimos no cubren la dignidad del trabajo. En la doctrina social de la Iglesia, directamente inspirada en la Sagrada Escritura en general y en el Evangelio en particular, se nos dice que el trabajo tiene siempre prioridad sobre el capital. En la Laborem exercens, encíclica de Juan Pablo II, se afirma claramente que la Iglesia tiene la “decidida convicción de la primacía de la persona sobre las cosas, del trabajo del hombre sobre el capital, así como sobre los medios de producción”. Esta primacía del trabajo sobre el capital no se observa para nada en el salario mínimo, convirtiendo a este en un abuso y una explotación que daña la dignidad de quien lo recibe.
El costo de la canasta básica alimentaria para una familia de cuatro personas osciló a finales del año pasado en torno a los 190 dólares. Los cálculos para salir de la pobreza por ingreso se establecen a partir del doble de esa cantidad, es decir, 380 dólares. El salario mínimo de 251 dólares, el más alto de los diez diversos y desiguales salarios mínimos, condena a la pobreza a una familia en la que solo trabaje una persona. El salario de la zafra, de 109.20 dólares, condena a la pobreza extrema a cualquier familia, aun en el caso de que trabajen en la corta de caña los dos adultos. El trabajo es una realidad humana de la que depende en buena parte la posibilidad de desarrollar plenamente las propias capacidades. Los salarios salvadoreños mínimos excluyen en la práctica de un desarrollo humano integral. Cambiar esta situación no es cuestión de política. Tampoco es cuestión de economía o de sindicalismo. Es cuestión de respeto a la dignidad humana y a una Constitución que nos exige a todos garantizar libertad, salud, cultura, bienestar económico y justicia social.