Monseñor Romero fue asesinado por odio a la fe. Con esta declaración de la vaticana Congregación de los Santos, aprobada por el papa Francisco este martes recién pasado, se llega al fin de un proceso profundamente esperado y deseado por la gran mayoría de salvadoreños. La alegría se une a la exclamación “¡ya era tiempo!”. Monseñor Romero se entregó, durante unos tiempos de verdadera locura genocida, a anunciar el Evangelio de la paz y la justicia. Sus homilías exigían justicia social y no violencia. Frente a quienes lo acusaban de terrorista por defender a los pobres, monseñor Romero acostumbraba responder: “La única violencia que admite el Evangelio es la que uno se hace a sí mismo. Cuando Cristo se deja matar, esa es la violencia… Es muy fácil matar, sobre todo cuando se tienen armas, pero qué difícil es dejarse matar por amor al pueblo”. Y en otra homilía repetía: “Sepan que hay un violencia muy superior a la de las tanquetas y también a la de las guerrillas. Es la violencia de Cristo que dice: ‘Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen’”. Dejarse matar por amor al pueblo y perdonar a los asesinos son dos ideas que proféticamente nuestro mártir mantuvo a lo largo de aquellos atroces años.
La beatificación o canonización ya próxima, sin duda en 2015, responde a un verdadero clamor latinoamericano, ecuménico y —podemos decir también con alegría— universal. En un mundo aquejado por graves desigualdades, por violencias difíciles de superar, el amor a los pobres, su defensa, y el impulso a invertir en los más necesitados es el único camino que tiene la humanidad para lograr un desarrollo humano legítimo y una paz duradera. La figura de monseñor Romero ha venido agrandándose a lo largo de los años. Los anglicanos colocaron su estatua en la fachada de la abadía de Westminster, en Londres. Las Naciones Unidas proclamaron el 24 de marzo, fecha del asesinato de monseñor Romero, y en su honor, el Día Internacional del Derecho a la Verdad en relación con Violaciones Graves de los Derechos Humanos y de la Dignidad de las Víctimas. Su aniversario se celebra en numerosas parroquias en todo el mundo y muchas asociaciones altruistas llevan su nombre. Esperado y deseado durante muchos años, desde que monseñor Rivera abrió el proceso de beatificación en la Arquidiócesis de San Salvador en 1990, el momento al fin ha llegado.
Pastor con olor a oveja, como le podría llamar el papa Francisco, su beatificación no es solo motivo de alegría, sino un estímulo evangélico. Es una clara llamada a vivir con intensidad la palabra del Señor Jesús que insiste en que el amor puede triunfar sobre el odio. Es una comprobación histórica, anclada en nuestra propia realidad actual, que nos dice que la opción por los pobres es parte de la misión evangelizadora cristiana. Y es una prueba más de que el amor logra que la víctima indefensa y pacífica triunfe sobre el verdugo prepotente y armado. En particular, para nuestro atribulado El Salvador, es una llamada urgente a repensar nuestro desarrollo, nuestra situación de desigualdad, nuestro ambiente violento. La beatificación de Romero les recuerda a los ricos de nuestro país que deben ser generosos, sensibles y solidarios con el dolor de los pobres. Les recuerda a las pandillas y a quienes han puesto en el crimen su modo de vida que la violencia no es el camino. Y que construir la hermandad es una tarea de todos, incluso de los que sufren injusticias o de los que las imponen. Y nos dice a todos los cristianos, a todas las Iglesias y por supuesto a la católica que los débiles, las víctimas de la violencia, los que padecen injusticias o cualquier tipo de maltrato son los destinatarios privilegiados y prioritarios de nuestra actividad pastoral y solidaria.
Romero es motivo de orgullo para todos los salvadoreños. Solo nos queda conocerlo más a fondo y reconocerlo como ejemplo de vida, como generador de actitudes solidarias, como testigo de ese amor radical que nace en las fuentes del Padre común de todos los seres humanos, que llega a su plenitud en Jesucristo y que se multiplica en nuestra época amando y sirviendo a los excluidos, a los marginados y a toda persona que sufre. Hoy podemos decir una vez más que monseñor Óscar Romero vive y que continúa el proceso —ya anunciado por él— de resurrección, con energía liberadora y solidaria, en el pueblo salvadoreño.