La llamada Operación Jaque, que llevó al desmantelamiento de una estructura financiera de la Mara Salvatrucha, ha develado el grado de organización delictiva alcanzado por una de las pandillas del país. La información divulgada por las autoridades no dejó de sorprender a muchos. Líderes pandilleros figuran como hoteleros, transportistas públicos o importadores de vehículos. En algunos casos utilizando testaferros, han adquirido, entre otros, restaurantes, bares, prostíbulos y flotillas de buses, que operan en complicidad con empresarios. Así pues, algunos pandilleros han salido del submundo de la ilegalidad para emerger como exitosos hombres de negocio.
Los hallazgos de las autoridades apuntan a que se trata de una compleja red financiera encargada de lavar dinero, en su mayor parte proveniente de la extorsión. Evidentemente, no se trata de una red de economía criminal que surgió por generación espontánea, sino el producto de una estrategia de expansión mafiosa-empresarial de mediano o largo plazo. Desde hace algún tiempo existían indicios de la participación de pandilleros en esta clase de negocios, principalmente en el transporte público, aunque no se conocía el grado de sofisticación con el que actuaban. Parece que las pandillas han aprendido de las mafias locales las estrategias de reconversión financiera del dinero sucio. Y no sería extraño que en la lógica de expansión territorial y empresarial que han emprendido, algunos de sus líderes hayan establecido sólidas y complejas relaciones con algunas estructuras de crimen organizado y mafias político-empresariales. Ya se verá hasta dónde están dispuestas a llegar la Fiscalía General de la República y la PNC en sus indagaciones. Más aún si en las ramificaciones de estas redes aparecen funcionarios, políticos o empresarios de renombre.
La investigación ha revelado lo que era un secreto a voces: la infiltración de las pandillas y grupos criminales en el sistema del transporte público. Un hecho que hasta hoy se atreven a reconocer tímidamente algunos empresarios del sector, que por largo tiempo se han limitado a quejarse del acoso de las pandillas. Al respecto, es pertinente plantear algunas preguntas: ¿cuál es el grado de penetración y cooptación de las empresas de transporte público por parte de grupos criminales?, ¿se trata solo de algunas líneas que operan en zonas muy delimitadas o las pandillas han tomado control de diversas rutas en todo el país?, ¿los ataques contra este sector obedecen solamente a la negativa a pagar la renta o también a guerras intestinas para socavar la competencia? En esta sentido, reducir la violencia que se da en el transporte público a represalias por el impago de la extorsión es simplificar un fenómeno que parece tener distintas aristas.
Ciertamente, en la última década, empresarios y empleados de este sector han sido blanco continuo de las redes de extorsionistas, pero la violencia criminal se ha ensañado contra ellos como con ningún otro grupo. Cientos de transportistas han sido asesinados, decenas de unidades han sufrido ataques u obligadas a paralizar sus actividades. Pero los datos revelados y el reconocimiento interno de la necesidad de depurar el sector apuntan a que algunos de estos empresarios no son simples víctimas de las pandillas. El desorden, la anarquía, la opacidad con que han operado; las componendas políticas que los han favorecido; la falta de control sobre los montos reales que ingresan diariamente han favorecido la cooptación de algunas de estas empresas por parte de estructuras criminales. Investigar, develar y desmantelar estas redes de economía criminal es imperativo en aras de garantizar el bien común y la seguridad de la gran mayoría de ciudadanos que utiliza a diario las unidades de transporte colectivo.