El régimen de excepción, con sus limitaciones de derechos y garantías constitucionales, cumplió ya seis meses gracias a sucesivas y casi automáticas renovaciones. Pese a que “excepción” significa salirse de la norma común de modo temporal, en el país el régimen que califica como tal va camino de convertirse en hábito y norma general. Y no solo como parte de la estrategia de seguridad, sino en diversos campos de la vida nacional.
Si entender las cosas al revés es algo inusual, la lectura de la Constitución también se ha visto sometida a un régimen de excepción. Asumir como una invitación a la reelección la prohibición constitucional de acceder a la Presidencia en el caso de haberla ejercido en “el período inmediato anterior”, tiene muy poco que ver con la realidad de la lengua en la que fue escrita la Carta Magna. Con el agravante de que cuando la comprensión del idioma se retuerce al servicio del poder político, despojando de racionalidad al lenguaje, aumenta la dificultad del diálogo entre la ciudadanía y se abre la puerta a la máxima arbitrariedad. El primer gramático del idioma español afirmaba que “la lengua sigue al imperio”; entre nosotros, el imperio del que manda otorga a las palabras el significado que le conviene. Y lo vemos a diario.
Quienes en el pasado desde fuera del Gobierno negaban taxativamente la posibilidad de la reelección presidencial consecutiva son ahora sus más firmes partidarios. La máxima que dice que es de sabios cambiar de opinión se ha convertido en el lema de oportunistas que varían de juicio en consonancia con los gustos y las ambiciones del poder. Si bien la opinión siempre puede contrastarse, debatirse y modificarse, los cambios acelerados y contradictorios de significado y opinión muy poco tienen que ver con la sabiduría. Al paso que vamos, el país llegará a un momento en el que ya ni siquiera habrá seguridad de que se habla el mismo idioma.
La ética nos recuerda que el fin no justifica los medios, y la mayoría de la gente suele estar de acuerdo, sobre todo ante ejemplos históricos dramáticos. Que la finalidad sea buena o lo parezca no avala que se implemente cualquier tipo de acción. En ese sentido, nada justifica un régimen de excepción que golpea a la Constitución, a la justicia y a la dignidad y derechos de las personas. Cuando el poder político aplica a sus decisiones una versión, aunque sea moderada, de la ley de la selva, rompiendo así el Estado de derecho, la población pierde la confianza en las normas que deben regir la convivencia ciudadana. El “estás conmigo o contra mí” puede en algunos momentos de crisis tener un efecto positivo para los líderes políticos. Sin embargo, prolongar en el tiempo la excepcionalidad del “o conmigo o contra mí” destruye la democracia. La continuidad del régimen de excepción se va convirtiendo, cada vez con mayor claridad, en el símbolo de un modo de gobernar que acumula excepciones para dinamitar cualquier atisbo de respeto a las leyes.