La llegada de marzo nos invita a recordar a cuatro salvadoreños y a dos salvadoreñas fieles a las enseñanzas del Evangelio y al seguimiento de Jesucristo. Su amor a los pobres, su entrega al servicio de las causas evangélicas, su insistencia en la búsqueda de la verdad los llevó a vivir de un modo heroico.
El P. Rutilio Grande, movido por un profundo deseo de vivir a fondo la opción por los pobres y asumir plenamente la misión de la Compañía de Jesús, definida en 1974 como la promoción de la fe y la lucha por la justicia que la misma fe exige, solicitó a sus superiores ser enviado a una parroquia en el área rural de San Salvador. Así fue nombrado párroco de Aguilares, y con su equipo inició una labor a favor de la dignidad de los campesinos de aquellas zonas, que tuvo un impacto a nivel nacional. El P. Grande llevó a los habitantes de Aguilares y El Paisnal la alfabetización, el conocimiento de la Biblia y del verdadero sentido de las tradiciones religiosas populares, la unión entre la fe cristiana y la vida cotidiana, y el mensaje de que el amor de Dios se dirige especialmente a los pobres y desposeídos. Con él trabajó, multiplicando su esfuerzo, un numeroso grupo de agentes de pastoral. Dos de ellos, Nelson y Manuel fueron asesinados junto a él, y hoy los tres son beatos para ejemplo de todos los cristianos. Tres salvadoreños que en tiempos aciagos y amenazados por un poder homicida pusieron su vida al servicio del Evangelio y de los pobres.
Monseñor Óscar Arnulfo Romero no pudo callar ante los terribles atropellos a los derechos humanos que sucedían en El Salvador. Desde la arquidiócesis de El Salvador, se entregó de lleno a predicar el Evangelio, se puso al servicio de los pobres y de las víctimas del poder y de la injusticia. Denunció la idolatría a la riqueza, a la propiedad privada y a la seguridad nacional; señaló cuanto atropello conoció y exigió con fuerza el cese de la represión. Cada domingo, con gran celo apostólico, iluminó la realidad mediante el Evangelio y señaló aquello que contradecía o se oponía al verdadero proyecto de Dios para la humanidad. Así se ganó la amistad y el cariño de una gran parte del pueblo salvadoreño y, a la vez, el rechazo y el odio visceral de los que vieron en él una amenaza para sus proyectos políticos excluyentes y de enriquecimiento a costa de la pobreza de las mayorías. Hoy, san Óscar Romero es un ejemplo para todo el pueblo de Dios, especialmente para sus pastores, pues evidenció que no hay amor más grande que dar la vida por los demás.
A estos grandes pastores y seguidores de Jesús se suman dos salvadoreñas impresionantes. La primera de ellas, María Julia Hernández, quien por largos y duros años trabajó en defensa de los derechos humanos, proporcionando a monseñor Romero y a sus sucesores los datos de los atropellos y delitos perpetrados por las fuerzas de seguridad del Estado. Trabajó sin descanso, como directora de Tutela Legal, para esclarecer los asesinatos de miles de compatriotas. En búsqueda de la verdad y la justicia, llevó a la Corte Interamericana de Derechos Humanos varios casos, entre los que destacan por su magnitud e importancia la masacre en El Mozote y el asesinato de monseñor Romero. María Julio falleció cuando su corazón, cansado luego de tanto esforzado trabajo contra viento y marea, dijo basta. Su sencillez, su enorme voluntad de luchar por la verdad y la justicia, y de contribuir a la paz son las credenciales de una vida heroica al servicio de las víctimas del horror impuesto por los poderosos.
Otra mujer cuya memoria nos trae marzo es Rufina Amaya, víctima y sobreviviente de la masacre en El Mozote que tuvo el valor de contar lo que había visto y oído. Un crimen tan cruel e inhumano que bordea lo increíble. Cientos de niños, mujeres y ancianos asesinados sin piedad. Rufina la contó por todo el mundo y gracias ello se supo hasta dónde era capaz de llegar la crueldad del régimen salvadoreño de aquellos años ochenta. Al igual que Rutilio, Nelson, Manuel, Óscar Arnulfo y María Julia, Rufina puso su vida al servicio de la dignidad humana y de la búsqueda de la verdad y de la justicia que el Evangelio nos exige. Esa fue su heroicidad. Los seis supieron encarnar las enseñanzas de Jesús. Son bienaventurados porque tuvieron hambre y sed de justicia, porque fueron perseguidos a causa del bien, porque trabajaron por la paz, con un corazón limpio y compasivo. Su ejemplo nos reta a llenar nuestras vidas de sentido, de amor a Dios y a su proyecto de justicia y paz para toda la humanidad.