Este año la Semana Santa ofrece una coincidencia interesante para reflexionar. El Jueves Santo coincide con el aniversario del martirio de monseñor Romero. Ese día la Iglesia celebra siempre simultáneamente la institución de la eucaristía como presencia del Señor en nuestra vida e historia, y la primacía del servicio expresada simbólicamente en el lavatorio de los pies. Con su propia vida, Óscar Arnulfo Romero actualiza y hace presente ese mensaje en nuestro tiempo. No solo porque estuvo siempre al servicio de los más débiles y sencillos, sino porque entregó cuerpo y sangre por el bien y la salvación de El Salvador. De alguna manera, dedicó su vida a lavar las heridas de los pobres y se hizo pan y alimento para nosotros con su vida y su ejemplo martirial.
En ese sentido, podríamos decir que esta Semana Santa, con el aniversario de Monseñor el jueves, nos muestra un camino de vida y coherencia cristiana muy concreto. Jesús dio su vida por todos desde la opción por los más pobres y sencillos. Él daba testimonio en cada paso y acto de un Dios bueno, Padre misericordioso que amaba a todos, que quería salvar a todos y que proponía el camino de la fraternidad y el amor mutuo como el único camino que podía traer al ser humano la verdadera felicidad. Chocó por eso con distintos grupos que pretendían tener poder sobre los demás, que consideraban la religión como un simple conjunto de prácticas, que ponían el sacrificio externo por encima de la misericordia y la hermandad. A este mensaje básico del Señor se suma en esta semana la ejemplaridad de Romero.
En una sociedad llena de violencia, de ansias de poder corrupto, de muerte, de negación de sentimientos de humanidad elementales, Romero fue padre de los pobres, profeta de justicia, voz de los que no tenían voz para defender sus derechos. Hoy, cuando la violencia sigue haciendo estragos en nuestra tierra, cuando el egoísmo de unos pocos se opone a la solidaridad, cuando se olvida a los pobres con facilidad, tanto Jesús como Romero nos dan un mensaje contracultural. Los dos fueron asesinados, ambos fueron víctimas del pecado del mundo y de su sociedad concreta. Uno hace dos milenios y otro hace 36 años. Jesús como manifestación definitiva y salvadora del amor de Dios, y Romero como persona profundamente unida a Cristo y, como diría San Pablo, como persona que completa en su “carne los sufrimientos que le faltan a la pasión de Cristo para el bien de su cuerpo que es la Iglesia”.
Esta imagen de Romero la recoge el mundo entero. En diciembre de 2010, la Asamblea General de la ONU decidió por unanimidad declarar el 24 de marzo como el Día Internacional del Derecho a la Verdad en relación con Violaciones Graves de los Derechos Humanos y de la Dignidad de las Víctimas. En un país como el nuestro, en el que el derecho de las víctimas no parece tener importancia, la fecha debe sacudirnos profundamente. Somos mayoritariamente cristianos, decimos seguir las palabras, vida y ejemplos de esa víctima, Jesús, que consideramos nuestro salvador, “camino, verdad y vida”. Y somos el pueblo en el que brilló excepcional ese defensor de víctimas que fue monseñor Romero.
Esta Semana Santa no puede pasar como simple período de vacaciones con tradiciones más o menos religiosas. Cuando aumentan las víctimas de homicidio, cuando los poderosos olvidan y desprecian a los trabajadores con salarios mínimos de vergüenza y se niegan a avanzar hacia una paga decente, cuando la falsa verdad del dinero (poder que oprime) pesa más que el amor y la solidaridad, nuestras vidas no deben seguir como si aquí no pasara nada. La llamada a la solidaridad personal con el que sufre cualquier tipo de victimización es indispensable para tener coherencia cristiana. Es necesario acrecentar la lucha y la opinión favorable en favor de un salario mínimo adecuado y no diferenciado. La búsqueda de verdad, la reparación de las víctimas, la insistencia en que ellas son siempre más dignas que el verdugo son tareas inconclusas en el país, y por tanto exigencias éticas y cristianas de primera magnitud.
Toda Semana Santa debe celebrarse desde el pensamiento hondo en la vida, muerte y resurrección de Jesús, el Señor. Pero cuando coincide con el aniversario de la entrega martirial de un defensor de los pobres de la talla de monseñor Romero, contamos con una advertencia especial: cada uno de nosotros, según su modo y capacidades, tiene que convertir su vida a ese camino de Jesús en el que la misericordia, la justicia y el servicio a los más humildes, marginados y pobres es signo indispensable de autenticidad.