La Organización Internacional del Trabajo (OIT) publicó este mes un informe sobre la situación laboral de los jóvenes en América Latina. La información no es halagüeña. La tasa de desempleo juvenil triplica la de los adultos. Más de la mitad trabaja en la informalidad, con un empleo precario y sin las debidas prestaciones. La injusticia de no tener trabajo ni poder estudiar en los tiempos adecuados para ello sigue golpeando más a mujeres y a pobres. El 70% de quienes en la juventud no estudian ni trabajan son mujeres. Los países de la región donde hay más jóvenes que no estudian ni trabajan son, por orden de más a menos, Honduras, Guatemala y El Salvador: los tres que baten el récord de homicidios latinoamericanos, y en el mismo orden.
Estos datos, prácticamente ausentes en el debate electoral, deberían hacernos reflexionar a fondo. Los jóvenes están hoy mejor preparados que en el pasado, a pesar de esas voces tan falsas como altisonantes que siguen insistiendo en que antes la educación era mejor, olvidando que había una alta tasa de analfabetismo y un promedio de años de educación muy por debajo del actual. Sin embargo, pese a estar mejor preparados, tienen menos acceso al mercado laboral y sus salarios tienen un poder adquisitivo inferior al que tuvieron sus padres, según señala el informe de desarrollo humano del PNUD sobre el trabajo en El Salvador. Y mientras esto ocurre, nuestros políticos tratan de enamorar votantes jóvenes diciéndoles que ellos son el futuro de El Salvador, entre otras grandilocuencias vacías.
De momento, a ninguno de los partidos en liza se le ha ocurrido presentarnos un proyecto de atención a los jóvenes que sepa unir de un modo coherente políticas económicas, promoción y apoyo al empleo juvenil, educación y formación laboral, e incorporación a los sistemas de protección social, especialmente de salud y de pensiones, para los que ya trabajan. Pretender solucionar el problema de la violencia sin un plan bien elaborado y puesto en práctica de políticas de juventud y acceso laboral, no es más que una ilusión y una promesa falsa. Acudir a la militarización de la seguridad, que en definitiva significa reprimir violentamente a la juventud más desfavorecida, demuestra la escasez de ideas de algunos políticos. No basta con que los jóvenes sean los peor tratados de la sociedad, los que más sufren homicidios, los que tienen menos acceso a un trabajo digno, los más excluidos de las redes de protección social, sino que además se pretende militarizarlos, maltratarlos, añadir más violencia a la que ya sufren. Como los antiguos pedagogos que ridículamente decían que "la letra con sangre entra", algunos políticos quieren abonar a la paz social aumentando el maltrato a los jóvenes, especialmente a los más pobres.
En 2007, la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó el 20 de febrero como el Día Mundial de la Justicia Social. El Gobierno de El Salvador de entonces votó a favor, pero, ya en la práctica, esas dos palabras quedaron separadas del lenguaje de las políticas públicas. El Gobierno ni siquiera nos recuerda que en esa fecha deberíamos reflexionar seriamente sobre cómo "erradicar la pobreza y promover el pleno empleo y el trabajo decente, la igualdad entre los sexos y el acceso al bienestar y la justicia social para todos". A eso es a lo que se comprometieron los Estados en esa Asamblea. Si al menos comenzáramos a buscar este tipo de justicia para nuestros jóvenes a través de políticas públicas, daríamos un buen paso hacia la sana convivencia social. Si, por el contrario, los condenamos a esa violencia estructural que es el desempleo, el trabajo informal y la pobreza, no esperemos milagros, aunque los políticos nos hagan promesas de todo tipo.