Tanta muerte y dolor dejó la guerra civil que el intento de imponer el perdón y olvido fue, ante todo, un desprecio a sus víctimas inocentes. No reconocer los crímenes cometidos ni hacer justicia fue decirles que su vida no valía nada. Durante el proceso de negociación, hablaron los protagonistas del conflicto armado; y en los Acuerdos de Paz, las víctimas quedaron invisiblizadas. Después fueron sacrificadas en nombre de la estabilidad y de la reconciliación. Se dijo que la ley de amnistía era la piedra angular sobre la que descansaban los Acuerdos, pero en realidad fue el principal obstáculo para la reconciliación nacional. Por eso, por lo menos en parte, los Acuerdos fueron tan frágiles e incapaces de traer la paz, porque no hay mejor incentivo para la violencia y la delincuencia que la impunidad.
La sociedad que olvida a sus víctimas desprecia la honda carga humana que les es propia. La carga del sufrimiento infligido y de la injusticia; una carga que lastra al colectivo, marca su altura moral y es recordatorio permanente de los atroces crímenes cometidos. Solo una madre puede hablar del dolor infinito por un hijo desaparecido, solo una esposa puede testimoniar el sufrimiento por su cónyuge injustamente asesinado, solo quien fue víctima de tortura puede dar cuenta de la naturaleza de ese sufrimiento. Nadie tiene derecho a exigir que se olvide el pasado, mucho menos a imponer el perdón. Solo las víctimas tienen la potestad de perdonar una vez que conocen la verdad sobre lo que sucedió con sus seres queridos. En El Salvador, sus voces han sido silenciadas y la que ha prevalecido es la de los victimarios, que cínicamente son presentados por los grandes medios de comunicación como prohombres que sufren injustificada persecución.
Cuando un pueblo enfrenta su verdad histórica y protege a sus víctimas, aprende del sufrimiento para tratar de evitar que se repita la barbarie. El secreto de la justicia es combatir el olvido. La memoria histórica es fundamental porque hace presente la injusticia como único camino para llegar a la justicia. Eso no lo ha hecho el Estado salvadoreño. No lo hizo luego de la masacre de miles de indígenas y campesinos en 1932; menos de cinco décadas después estallaba el conflicto armado. No lo hizo después de la firma de la paz; hoy nos ahoga una guerra social. Los protagonistas de la guerra civil pactaron un intercambio de impunidades. Solo así se explica que en lo poco en que coinciden Arena y el FMLN es en cerrar filas para ocultar la verdad de lo que pasó durante la guerra y, sobre todo, para proteger a quienes cometieron esos crímenes. No hay otro modo de explicar que en El Salvador la difusión roja de la Interpol contra los señalados como autores intelectuales de la masacre en la UCA haya sido desconocida por la más alta instancia en materia constitucional.
Sin embargo, gracias a la lucha incansable de las víctimas, sus familiares y las organizaciones de derechos humanos, parece que ha llegado lo largamente pospuesto. El año pasado se declaró inconstitucional la ley de amnistía. Hoy hay una propuesta de ley para declarar el 30 de agosto como el día de las personas desaparecidas, y las organizaciones de víctimas y de derechos humanos presentarán el próximo 31 de agosto una propuesta de reparación integral para las víctimas del conflicto armado. El país debe saldar su deuda con la verdad, la justicia y la reparación. Si no, la reconciliación seguirá siendo solo un ideal. Es tiempo de dignificar la humanidad de las víctimas. Los partidos políticos tendrán la oportunidad histórica de enrumbar a El Salvador por la senda que debió emprender hace décadas y la sociedad salvadoreña podrá por fin aprender que el olvido y la indiferencia ante las víctimas nunca son respuesta para hacer justicia y traer paz.