El martes 9 de junio, decenas de policías llegaron desde muy temprano para dar cumplimiento a la resolución del juez de Paz de Antiguo Cuscatlán y desalojar a las más de 80 familias que viven, desde hace décadas, en la finca El Espino. La familia Dueñas demostró, de acuerdo al juez, ser propietaria de la tierra y por ello se calificó de usurpadoras a las más de 250 personas que viven en el lugar desde los tiempos en que eran colonos en las fincas de café. Decenas de niños y adultos nacieron y se criaron siendo invasores, de acuerdo a la resolución del juez. Los pobladores se apostaron desde la madrugada en la entrada de la comunidad y obstaculizaron el acceso con madera y postes de cemento, sabiendo que eso no detendría la ejecución de la orden judicial. Las mujeres encabezaban la resistencia pacífica de la comunidad y trataban de sensibilizar a los medios de comunicación con su testimonio. Algunas familias ya tenían amontonadas sus pertenencias enfrente de sus viviendas para abandonarlas cuando fuera el momento.
El caso de El Espino ha estado en los ojos de la prensa desde hace años, pero ese día decenas de periodistas querían ser testigos de primera mano del drama humano que parecía inminente. Al lugar llegaron el director de la Policía, Mauricio Ramírez Landaverde, y la gobernadora de La Libertad, Marta Araujo. Ambos convocaron a toda la comunidad para entablar un diálogo. El Gobierno dijo en varias ocasiones que estos pobladores no tenían que preocuparse, porque no los dejaría solos. Por eso, la presencia de los dos funcionarios levantó las expectativas de la comunidad sobre una propuesta de solución. Pero esa esperanza se desvaneció casi de inmediato. El Gobierno les ofrecía apoyo humanitario para que el desalojo se hiciera de manera pacífica; les ofrecía trasladarlos a albergues temporales mientras se encontraba una solución definitiva. La gran mayoría de pobladores no aceptó el ofrecimiento, y no se llegó a ningún acuerdo, a pesar de los esfuerzos del Director de la Policía por suavizar lo que parecía inevitable: el desalojo.
Algunas familias comenzaron a sacar sus cosas para evitar que los desalojaran a la fuerza. La mayoría de ellas anunció que se instalarían en las aceras y zonas verdes de un transitado bulevar cercano. Las autoridades llevaban camiones para facilitar el traslado; empleados de la familia Dueñas también estaban listos con otros tantos para apoyarlos y así garantizar que las 2.8 manzanas de terreno quedaran libres para los proyectos de sus patronos. Los camiones comenzaron a entrar y las primeras familias cargaron sobre ellos sus sencillos y desgastados enseres, muestra de su tremenda pobreza. Justo en ese momento se regó la noticia sobre la resolución de la Sala de lo Constitucional que, ante la demanda de amparo interpuesta por 18 habitantes de la comunidad un día antes, ordenaba suspender inmediatamente el desalojo. La noticia fue recibida por las familias con gritos de alegría, abrazos y llanto; regocijo que contagió a muchos de los periodistas presentes, que han empatizado con la causa de los pobladores. A los pocos que la noticia dejó fríos fue a los empleados de la familia Dueñas y al juez, que estaba ahí para verificar que el desalojo se hiciera efectivo.
Seguramente, la resolución de la Sala, como algunos han dicho ya, solo prolongará la agonía de los pobladores de la finca. Pero también abre una un espacio para encontrar una salida definitiva, digna y responsable para estas familias. Es inaceptable que el Gobierno se limite a calificar esta situación como “un conflicto entre privados” y solo dé auxilio coyuntural a los afectados. El gesto humanitario de las autoridades debe ser buscar una solución duradera al problema. La Asociación Cooperativa El Espino, de la cual salieron o fueron expulsados algunos habitantes de la comunidad en conflicto con los Dueñas, tiene todavía unas 400 manzanas de terreno en la zona. Para algunos, esta cooperativa es probablemente la más rica del país, pues ha vendido, a precios de mercado, parcelas del terreno que le fue entregado gracias a la reforma agraria de los ochenta. ¿No puede la Asociación solidarizarse con estas familias pobres dándoles una pequeña fracción de su propiedad para que vivan definitivamente?
Además, ¿dónde queda la responsabilidad social empresarial de la familia Dueñas? Aunque sea cierto que la ley les favorece en este caso, la legalidad no siempre está en consonancia con la justicia. ¿Necesita más ese pedazo de tierra una familia, los Dueñas, que las más de 80 de la comunidad? Dadas las enormes ganancias que obtendrán al quedarse con el terreno y explotarlo con fines comerciales, ¿no deberían los Dueñas aportar al menos la mitad de la solución al problema de asentamiento de los que serán desalojados? Debe encontrarse una respuesta que implique a todos estos actores. Y una vez resuelta la cuestión de la tierra, el Gobierno debe colaborar decididamente, a través de sus instituciones, proveyendo vivienda digna. Esta solución evitaría problemas de desarraigo, fortalecería el tejido social de la comunidad y reforzaría también los lazos de solidaridad. En definitiva, la suspensión del desalojo debe ser aprovechada para encontrar una solución definitiva a este drama.