Los dos meses empleados en resolver el debate que inició la Asamblea Legislativa, sobre cumplir o no una sentencia de la Sala de lo Constitucional, nos llevan a reflexionar sobre la utilización del tiempo en la función pública. Aunque el problema de desobediencia de la Asamblea se ha solucionado positivamente con el acuerdo de votar de nuevo a los magistrados de 2006 y 2012, el tema permanece ocupando el tiempo en el Salón Azul. Siguen hablando del asunto y continúa activa, según afirmaciones de los propios diputados, la comisión que investiga la elección de los magistrados de 2009.
Si algo nos han mostrado estos dos meses de debate entre la Asamblea y la sociedad es lo fácil que pierden el tiempo nuestros diputados. La práctica de caer en discusiones estériles para, al final, hacer lo que se debía no es coherente con las necesidades de un país en desarrollo. El Salvador no puede perder el tiempo dividiéndose en discusiones baratas de poder cuando la pobreza sigue siendo una realidad dramática en su territorio. Una pobreza que es además injusta, que crea unas diferencias sociales abismales, que anula las posibilidades de cohesión social indispensables para el desarrollo y que genera, desde la violencia estructural de nuestra organización social, terribles formas de violencia delictiva.
Aprender del pasado y de la experiencia es una facultad exclusivamente humana. El ejercicio de la razón se monta siempre sobre las experiencias vitales. Y en ese sentido, los salvadoreños, incluidos los diputados, debemos aprender de este pasado inmediato que no debería repetirse. No podemos seguir en pleitos de poder. Porque, en realidad, lo que hemos sufrido no han sido conflictos entre órganos del Estado, sino pleitos por el poder de hacer lo que a un grupo o sector le dé la gana. Los políticos, de todos los ámbitos y procedencias ideológicas, y desde tiempos inmemoriales en nuestra historia, están acostumbrados a repartir los puestos públicos como prebendas y regalías entre los amigos supuestamente incondicionales. Y no toleran que esa nefasta tradición la altere o la cuestione nadie. Lo que al pueblo salvadoreño le ha tocado sufrir a causa de esa costumbre es casi incontable. Corrupción, violencia estatal y gubernamental, enriquecimiento de los poderosos basado en el sufrimiento de los débiles, migraciones desatadas, entre otros males, tienen parte de su origen en ese modo de concebir el poder político como hacienda de uso y abuso libre para los amigos.
Esta tendencia debe desaparecer. El FMLN, como partido que dice generar cambios, debería tener más capacidad crítica con sus aliados. Porque precisamente sus aliados son los herederos más directos de esa historia de despojo y de opresión con la que los políticos han manejado la historia y la hacienda de El Salvador. Es cierto que no solo los políticos han abusado de los pobres en nuestra tierra. Militares y potentados económicos han metido su cuchara en la olla nacional y se han servido en su plato hasta dejarla casi vacía para las grandes mayorías. Pero los políticos han sido cómplices tradicionales del abuso y el despojo. Y se han beneficiado de ello, con la misma irresponsabilidad y falta de conciencia con la que se beneficiaban, por ejemplo, los magistrados de la Corte Suprema de Justicia antes de que les redujeran los bonos de gasolina, los tres vehículos a su disposición y otras muchas prebendas. El pueblo salvadoreño está cada vez más harto de ese abuso de los bienes nacionales y de la lentitud con la que caminamos hacia el desarrollo. Por eso, no podemos perder el tiempo en discusiones estériles que al final terminan concluyendo en lo que desde el principio era lógico y justo. Usemos el tiempo en resolver los problemas de pobreza, violencia y desigualdad socioeconómica, obligando con ello a los políticos a buscar y recuperar la dignidad, de la que tanta necesidad tienen ante el pueblo salvadoreño.