Los accidentes de tránsito de la semana pasada y la reacción de los empresarios, motoristas y ayudantes del transporte público han generado un diálogo muy interesante y necesario para tratar de resolver el problema de este servicio tan importante para la población. Y es que el trágico saldo de 19 muertos y 215 heridos (varios de ellos de gravedad, al menos uno tetrapléjico para el resto de su vida) muestra una realidad que ya no puede ser ocultada por más tiempo: el transporte público de pasajeros es una amenaza para la vida. Confirman esta sentencia las miles de esquelas que han acumulado los motoristas por imprudencia al volante o embriaguez, y los 295 accidentes que se han registrado en menos de dos meses.
La población, harta del maltrato y de poner su vida en riesgo cada vez que aborda una unidad del transporte público, ha cuestionado continuamente el mal servicio, pero nadie se ha tomado esto en serio. A pesar del caos que caracteriza al transporte de pasajeros, los empresarios del sector han logrado siempre doblarles el brazo a las autoridades; siempre se han salido con la suya. En la última década, han logrado condonaciones millonarias en esquelas sin pagar y que se alargara la vida útil de las unidades, mucha de ellas desvencijadas, sin condiciones mecánicas para brindar el servicio. Asimismo, han logrado negociar subsidios que, a juicio de muchos, no son justificables ni convenientes para la economía del país, y que sin duda no han contribuido a la mejora del servicio.
Hasta ahora, los transportistas se han caracterizado por el uso de la fuerza para obtener beneficios a su favor y por el incumplimiento de la ley. Los hechos de la semana pasada han colmado la paciencia de la población y han obligado al Gobierno y a la Asamblea Legislativa a tomar medidas para proteger la vida de los usuarios del transporte público. Ya era tiempo.
Es inexplicable que a estos señores se les haya permitido tanto. Y más insólito aún es que hayan amenazado con otro paro como respuesta a la exigencia de que cumplan la ley. Un Estado de derecho no puede eximir a nadie de cumplir con la ley; y si lo hace, pierde toda autoridad ante sus ciudadanos. Exigirles a los transportistas la posesión de licencia para conducir y tarjeta de circulación vigente, y que las unidades estén en las condiciones técnicas adecuadas para operar sin poner en riesgo la vida de los usuarios no es persecución ni acoso, es una obligación de un Estado garante del cumplimiento de la ley.
Si de verdad se quiere resolver el problema, si de verdad el Estado desea proteger al ciudadano, es necesaria una actitud firme ante tanta desvergüenza e irresponsabilidad. No es posible seguir negociando con estos señores sin exigirles que presten el servicio con la calidad y la eficiencia que el pueblo merece. Los transportistas han mostrado una y otra vez su incapacidad —o desinterés— para ofrecer un servicio adecuado. Una y otra vez han incumplido sus promesas. Por ello, el transporte público requiere más que paños tibios o medias soluciones. Ha llegado el momento de decir "basta" y crear un nuevo sistema de transporte público. Es el momento de exigir el cumplimiento de la ley a cabalidad. Es el momento de tomar decisiones contundentes que en un mediano plazo nos aseguren un transporte verdaderamente público, seguro y accesible a toda la población.
Voces de peso y con solvencia moral, como la del arzobispo de San Salvador, monseñor José Luis Escobar, y la del procurador de los Derechos Humanos, Óscar Luna, señalan sin ambages la necesidad de una reforma integral al sistema del transporte público, que permita que este deje de ser una amenaza para la vida de los pasajeros y se convierta en un servicio de calidad, con un trato correcto y adecuado con los usuarios. Creemos, como ellos, que este es el camino correcto. Ojalá que esta vez no se ceda más a las presiones e intereses particulares, y se busque el verdadero bien común.