Un millón de pobres

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En un mundo donde hay suficiente riqueza, alimentación y energía para todos si se usan racionalmente los recursos, se da simultáneamente el escándalo de la pobreza. Un escándalo, por cierto, en el que parece que nadie tiene la culpa. Cuando hay un accidente de carros siempre se investiga la culpabilidad de alguien. Cuando cae un avión se hacen averiguaciones de meses para determinar cuáles fueron las causas del problema. Pero si hay gente que muere de hambre, que padece desnutrición crónica, que le falta lo suficiente para vivir con dignidad, el establecimiento de la culpa de esa situación se vuelve tema de discusión y desacuerdo. No faltan quienes culpan a los pobres de su propia pobreza. Otros diluyen la culpabilidad en afirmaciones generales: todos somos culpables, nos dicen, mientras se lavan las manos. Tampoco faltan quienes echan la culpa a los ricos, a los gobiernos o a actitudes generalizadas como la avaricia, el egoísmo, etc. El problema de estas aseveraciones es que al final son tan generales que da lo mismo que se diga una cosa u otra. Se desahoga uno y todo queda igual.

Sin embargo, no debería ser difícil establecer culpabilidades. El exceso de velocidad, la ebriedad, el no respetar la señales de tráfico, el mal estado del vehículo determinan fácilmente la culpabilidad de quien protagoniza un accidente. La pobreza no es un fenómeno extremadamente complejo. Al revés, es sumamente visible y va acompañada de rasgos muy específicos. Existe dentro de un marco legal de convivencia, en el seno de unas relaciones económicas y de un accionar político. Encontrar responsabilidades económicas, legales y políticas no debería ser difícil.

En El Salvador, leíamos recientemente en un periódico, hay un millón de pobres. Ignoramos el porqué de esa cifra, dado que según cálculos oficiales un 34% de la población vive en la pobreza. Y eso es más que el millón. Pero más allá de las cantidades, ¿se pueden determinar responsabilidades? Evidentemente, sí. Si la Constitución dice que la persona es "el origen y el fin de la actividad del Estado", y que por tanto éste tiene que garantizar "el goce de la libertad, la salud, la cultura, el bienestar económico y la justicia social", algo serio está fallando en el Estado. O al menos en quienes administran el Estado, que son los gobiernos. Hay aquí una responsabilidad legal que queda siempre sin juicio legal. El juicio ciudadano se da en ocasiones, pero a la hora de elegir representantes, no siempre se mira la pobreza existente, sino la propaganda y las promesas.

Hay también responsabilidades económicas. No sólo de los gobiernos en general, sino de ministros de Economía y de Hacienda, de personalidades de influencia, banqueros, empresarios, que influyeron para que tengamos una economía desregulada, que mira más al capital que al trabajo, que privilegia la maximización de la ganancia de unos pocos y que se olvida del sufrimiento de los pobres. Es cierto también que en el Estado ha habido políticos que han tenido como meta enfrentar el problema de la pobreza. Pero los resultados han sido claramente insuficientes.

Las responsabilidades políticas son también deducibles. Cuando un partido pasa demasiado tiempo en el poder, y el esquema de reducción de la pobreza se viene abajo cada vez que hay una crisis, ese partido tiene también responsabilidad. Es cierto que la pobreza no es un fenómeno nuevo en El Salvador, ni se puede reducir y hacer desaparecer de un plumazo. Pero los esfuerzos de reducción de la pobreza tienen que ser lo suficientemente sólidos como para que una crisis no los revierta ni haga crecer de nuevo en cantidades altas el número de pobres. Aunque los cálculos de la pobreza siempre se retocan, manipulando con frecuencia el costo de la canasta básica, se dan simultáneamente otros indicadores que nos hablan de pobreza en amplias proporciones. Los datos sobre el empleo del PNUD, que aseguran que sólo el 20% de los salvadoreños económicamente activos tiene un salario decente, deberían preocuparnos hondamente. Si dijéramos que quien no tiene un salario decente es pobre, estaríamos hablando de 4 millones en El Salvador, en vez del millón que mencionaba la noticia. Que sea la canasta básica reducida la que determina quién es pobre y quién no, en vez del empleo y el salario, no deja de ser un hecho arbitrario y de conveniencia para quienes no son pobres y no quieren sentir culpa.

Hay pues responsabilidades claras. Sin embargo, la ciudadanía no es plenamente consciente de ello. La propaganda política, la cultura consumista y el silencio mediático —o la información insuficiente— sobre la pobreza nos ofrecen el nombre de nuevos responsables de la situación, al menos como cómplices y encubridores. En general, hay un nombre y apellido detrás. Frente a ello, quedarnos callados no es solución. Retomar el tema de la pobreza en nuestras discusiones sobre el futuro es uno de los puntos claves del momento presente. De lo contrario, seguiremos quejándonos y las cosas seguirán igual.

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