El Salvador está en crisis. Lleva tiempo estándolo, pero la acumulación de problemas y la floja respuesta a los mismos acrecienta el sentimiento de estar en una. Los rasgos de la crisis por la que atravesamos son múltiples y conviene mencionarlos. La desigualdad económica y social es intensa. Nuestra deuda externa sigue creciendo, alcanzando niveles de peligrosidad cada vez mayores. La irresponsabilidad de la clase política es patente. La corrupción abunda. La violencia no cesa y se combate con una violencia estatal que conduce a errores y tensiones. Las instituciones son débiles, caen con frecuencia en la arbitrariedad y en el gasto inútil o escasamente productivo. La impunidad continúa siendo una plaga. La empresa privada, incapaz de promover el desarrollo sin el poder político, quisiera gobernar anulando la política y sustituyéndola por el mercado.
Si estos rasgos se quisieran comprobar con algunos datos de actualidad, bastaría con ver el nivel de desigualdad salarial. Algunos funcionarios ganan el equivalente a casi cincuenta salarios mínimos. Y ni hablar de algunos salarios privados, en los que la diferencia es escandalosa. Modos de vida tan dispares entre ricos y pobres, a veces ubicados en extrema cercanía, ofenden sentimientos de humanidad básicos. Por otra parte, financiamos deuda con deuda y permanecemos por debajo del promedio latinoamericano de recolección fiscal. Los diputados se dan el lujo de comprar carros caros con dinero público que posteriormente utilizan incluso para fines privados. Teniendo seguro social, como todo trabajador formal, prefieren pagar con fondos del Estado, es decir, de todos los ciudadanos, seguros privados de salud a su favor.
Los políticos tienen muchas formas de contratar parientes. E incluso de beber licores finos a la salud del pueblo y con dinero del pueblo. Los empresarios tienen también abundantes fórmulas para sobornar políticos y funcionarios, incluyendo viajes en avión. Algunos miembros de la PNC se lanzan a operativos en los que se detiene y acusa con pruebas falsas a inocentes. En algunos casos, participan en lo que suavemente se denomina “operativos de limpieza social”, asesinatos de mucha gravedad al ser cometidos por funcionarios encargados de proteger al ciudadano. La institucionalidad no responde a las expectativas de la gente ni mucho menos a sus derechos de una forma digna. Los crímenes de guerra y de lesa humanidad continúan impunes en el país y el esfuerzo de investigar y pedir justicia ha descansado más en los que sufrieron las vejaciones que en el Estado. Los empresarios no reconocen corporativamente ningún error y más bien prefieren presentarse como víctimas. Sin embargo, se oponen a revisar a fondo un sistema de salario mínimo indecente e injusto.
Si a todo lo anterior le sumamos un gusto por el absurdo trágico y la honda superficialidad, que lleva, por ejemplo, a despreciar un grave problema ecológico tomando cucharaditas de melaza en la televisión; un millonario que puede perseguir legalmente a un periodista porque saca a luz datos reales de su negocio; y un alcalde acusado de poner la alcaldía al servicio de una pandilla, terminamos de bosquejar la terrible crisis de un país que enfrenta sus problemas mediáticamente. Y ello gracias a la irresponsabilidad característica de los grandes medios de comunicación que, incapaces de entrar a fondo en la construcción de una sociedad más justa, se dedican a la manipulación de los hechos y a presentar desgracias con una clara intencionalidad política, buscando perjudicar al Gobierno y favorecer a los poderes fácticos del capital y sus aliados.
De las crisis no se sale con autoritarismo ni con enfrentamientos internos. Tampoco haciendo pagar los costos a los más débiles, pobres y excluidos. La necesidad de diálogo serio es urgente. Si los pactos de no agresión entre líderes no tocan sustancialmente los derechos insatisfechos de los pobres, la crisis no hace más que perpetuarse. Mientras no veamos acuerdos sobre salarios decentes, salud universal y de idéntica calidad para todos los ciudadanos, educación universalizada desde los tres años hasta los 18, justicia pronta y clara, todo otro pacto no hará más que prolongar las situaciones de privilegio de las minorías con poder. Reconocer que estamos en crisis y tomar nota de sus causas es el primer paso para comenzar a hablar en serio de cómo salir de ella.