Un potencial desperdiciado

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Editorial UCA
16/10/2023

Hace ya más de cien años, y ante las guerras de su época, se preguntaba el poeta Antonio Machado: “¿Por qué otra vez el hombre de sangre se emborracha?”. Hoy el mundo atestigua consternado una nueva guerra. El grupo Hamás  lanzó una ofensiva contra Israel y la contestación no se hizo esperar. Miles de personas murieron o resultados heridas en la primera semana de esta guerra. De ambas partes se han cometido graves violaciones a derechos humanos. Hamás mató civiles y secuestró a casi 200 de ellos para usarlos como rehenes, además de lanzar misiles contra objetivos no militares. Israel ha contestado con bombardeos que también han matado civiles y han destruido un gran número de viviendas. La decisión israelí de cortar el acceso al agua y a la electricidad supone también riesgos muy graves de desastre humanitario para la población gazatí. Lo mismo que la orden de desalojo en 24 horas de la zona norte de la franja de Gaza, que supone el éxodo de más de un millón de personas.

El Salvador, que pasó por una guerra cruel y sanguinaria, y que logró salir de ella a través del diálogo, debería ser no solo un país pacifista, sino también constructor de paz y promotor de salidas negociadas en casos de conflicto. El problema, y no es de ahora, ha sido la poca capacidad gubernamental de tener una política exterior diseñada en torno a principios éticos claros. El lenguaje guerrerista y despectivo del actual Gobierno aleja todavía más la posibilidad de que El Salvador sea una nación respetada en la promoción de la paz. Una especie de miopía política egoísta, sumada a la incapacidad de aprovechar la historia nacional para defender una política multilateral basada en los derechos humanos, va dejando sin voz al país en el ámbito internacional. El rumbo equivocado de la administración de Bukele en el campo de los derechos humanos convierte a El Salvador en un país sin capacidad de incidencia. Y  este papel de mediación en conflictos es más que necesario hoy en día en Centroamérica.

En Nicaragua, una dictadura ensimismada espía a sus ciudadanos y persigue, destierra, encarcela y priva de la nacionalidad a cualquiera que haga la más mínima crítica. En Guatemala, un grupo de poder, apoyado en las decisiones arbitrarias de la fiscal general, trata de impedir el acceso a la presidencia de la República al ganador de las elecciones, Bernardo Arévalo. Ese modo de proceder golpista ha levantado la justa cólera de la mayoría de  guatemaltecos, sumados en protestas pacíficas por todo el país. Si El Salvador fuera respetuoso de los derechos humanos y del Estado de derecho, tendría magníficas oportunidades de mediar y de impulsar una Centroamérica pacífica. Pero el Estado salvadoreño ha despreciado sus propias posibilidades negándose a construir una ley de justicia transicional que enjuicie adecuadamente los crímenes del pasado y busque la reconciliación. El afán propagandístico de confundir el trabajo policial y judicial con una guerra, y el discurso que justifica o niega fallos hacen que nuestro país se desprestigie y pierda oportunidades.

La paz es un derecho de los pueblos; la guerra de agresión constituye siempre un crimen grave. Los principios de proporcionalidad de respuesta a un agravio y de que incluso la guerra defensiva busque la paz justa en vez de la venganza o de la destrucción absoluta del enemigo imponen barreras a la barbarie. San Agustín de Hipona, el primer pensador en hablar de las posibilidades de una guerra justa, insistía en que “nadie con la paz busca la guerra”. Encaminar la política internacional salvadoreña de tal manera que nuestro país se convierta en un agente de paz será un ideal, pero está mucho más de acuerdo con nuestra historia y con la tradición de hombres y mujeres buenos de nuestro pueblo que el narcisimo oportunista dedicado a presumir de guerras y de falsos principios democráticos.

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