Desde hace muchos años, nuestro país se caracteriza por la desigualdad, las altas tasas de desempleo (velado por el subempleo y la economía informal) y la baja inversión pública en aquello que es necesario para crear condiciones de desarrollo humano: educación, salud, vivienda, espacios recreativos, deporte, transporte público, agua potable, infraestructura vial, protección del medio ambiente, entre otros. La falta de inversión en estas áreas ha agudizado la exclusión y frenado el desarrollo económico y social de El Salvador. Hoy ello se manifiesta en las dos grandes preocupaciones de la población: la inseguridad y la grave situación económica de la mayoría de las familias salvadoreñas. Y ambos problemas afectan aún más a los pobres, un sector recurrentemente olvidado y marginado de las políticas públicas y de las grandes decisiones del Estado.
Esta es la premisa que se debe tener en cuenta al momento de pensar en el futuro del país y, por ende, a la hora de formular el Presupuesto General de la Nación. Este debe apoyar y generar las transformaciones necesarias para construir un país basado en la igual dignidad de las personas, en el que todos gocen en igualdad de condiciones de los bienes y servicios estatales. El Presupuesto es un elemento fundamental de la política y en él se ven realmente cuáles son las apuestas y prioridades del Gobierno. Por ello, su aprobación no puede ser un mero trámite sin discusión; debe asegurarse que el Presupuesto responda a las necesidades de la población, que se asignen más fondos a los rubros clave para resolver los problemas actuales, tanto de carácter coyuntural como aquellos que tienen raíces estructurales.
En los últimos años se han visto esfuerzos por incrementar algunas partidas que favorecen a las mayorías, como Educación, Salud, y Seguridad, aunque los fondos asignados son todavía insuficientes. Sin embargo, quedan fuera otras áreas de igual importancia para una transformación estructural: Vivienda, Medio Ambiente, Agricultura, Economía y Obras Públicas. Sus fondos son demasiados pequeños como para dinamizar y democratizar la economía. El Presupuesto de la Nación debe, pues, fortalecerse, y ello por medio de dos acciones que son impostergables.
Por un lado, una reforma fiscal integral que le garantice al Estado los fondos necesarios para atender las necesidades de la población e invertir en aquellos rubros que propicien un cambio real en la vida de la gente, y que ponga fin a la situación de creciente endeudamiento público, que ya roza lo insostenible. Por otro lado, es necesario un manejo austero del Presupuesto, libre de todo despilfarro y de apropiación indebida de fondos públicos. Pero abogar por la austeridad no es lo mismo que estar a favor de un menor Presupuesto. El Presupuesto General de la Nación debe ser mayor, pero a la vez debe haber un uso más eficiente de los recursos, priorizar la inversión y no el gasto para sostener la burocracia, cortar de raíz todo gasto innecesario y lujo estatal.
A quienes por función les corresponde que ello ocurra son el Gobierno, que elabora la Ley General del Presupuesto, y la Asamblea Legislativa, que tiene la facultad de realizar todas las modificaciones que sean necesarias para su aprobación. Pero, como en muchas otras cosas, la Asamblea tiene una actitud totalmente displicente al respecto. Desde hace tiempo cosecha críticas por la voracidad y el abuso de los que hace gala en la elaboración de su propio presupuesto. Un presupuesto que siempre crece, que está lleno de irregularidades y que no es coherente con la situación de crisis económica que vive el país ni con el nivel de vida de la mayoría de los salvadoreños. Es difícil entender que los salarios de los legisladores sean 20 veces mayores al salario mínimo, y que a la vez digan que su misión es representar y defender los intereses de la población. Tampoco es comprensible que les paguen miles de dólares a asesores cuyo trabajo y capacidades nadie conoce ni avala.
Desde la situación de cualquier trabajador que lucha a diario por sobrevivir y que con suerte recibe un aguinaldo equivalente a 21 días de trabajo, tampoco es entendible que los diputados se receten dos bonos al año. ¿Cómo justificar el uso de vehículos de lujo y la corte de guardaespaldas, motoristas y asistentes de todo tipo a su servicio mientras hay tantas necesidades elementales de la población insatisfechas? Si ese es el modo de proceder de los miembros de la Asamblea Legislativa, difícilmente se puede esperar que revisen con lupa el presupuesto del resto de instancias del Estado en aras de garantizar austeridad y de que los fondos disponibles se destinen a aquellos rubros que más beneficien a la población pobre y que más impacto tengan para la transformación de El Salvador.
Si deseamos avanzar hacia la equidad y la igualdad de oportunidades, es necesario contar con un mayor Presupuesto, que permita cerrar las brechas entre las zonas rurales y las urbanas, entre la educación y la salud públicas, y las privadas; los abismos que median entre la calidad y condiciones de vida de los asentamientos precarios y las colonias populares, y las residenciales privadas. Pero mientras en el Estado haya despilfarro y corrupción, mientras se sigan promoviendo y tolerando políticas que benefician exclusivamente a los que en teoría son servidores públicos, no será fácil contar con el apoyo de la población para una radical reforma fiscal ni para ningún tipo de impuesto extra, aun cuando se afirme que es necesario para alcanzar uno de los mayores anhelos ciudadanos: seguridad.