La población se hastió de la política tradicional y de los políticos que llegan al poder para lucrarse de la cosa pública. Se cansó de que las promesas y ofertas de cambio no sean más que aire mientras las élites concentran riqueza. La mayoría se hartó de la corrupción y de la impunidad con que los poderosos violan la ley y la manipulan a su antojo. La gente se indignó por el nepotismo, de que el Estado rebalse de personas sin capacidad y sin méritos profesionales ni éticos para desempeñar los cargos. La gente se cansó de no ser escuchada, de que sus derechos fundamentales no sean respetados. La gente de barrios y colonias populares vivía en el terror, presa en su propia casa y sometida a violencias, amenazas, y extorsiones sin que nadie hiciera algo significativo para librarla del yugo de las pandillas. Se hartó de que las instituciones públicas no funcionen, de la lentitud e ineficacia del sistema de justicia, del descuido del sistema de salud.
La gente contaba, pues, con sobradas razones para no estar contenta con el rumbo del país y anhelar un cambio radical. Por eso se arrojó en brazos de quienes exacerbaron ese descontento y prometieron barrer con todo. El resultado de esa apuesta desmesurada ha sido el equivalente a dispararse en los pies. Los que que dijeron ser diferentes practican los vicios de siempre, superando con creces a sus predecesores. Quienes han hecho de la crítica a los Gobiernos anteriores su principio motor ocupan cargos para ostentar lujos y prepotencia. Aquellos que repitieron como un mantra que “el dinero alcanza cuando nadie roba” han endeudado al país a niveles sin precedentes y ocultan toda información sobre gastos, proveedores e inversiones del Gobierno.
Los próceres del desagravio histórico persiguen a toda figura prominente de lo que para ellos representa el pasado mientras protegen a sus propios funcionarios ante señalamientos de corrupción y les garantizan impunidad. Los que despotricaron contra el nepotismo tienen hoy a su familia y amigos en puestos públicos. Mientras dicen que ahora hay verdadera democracia, desmontan todo mecanismo de control y pasan por encima de cualquier ley, incluyendo la Constitución. Mientras hablan de justicia, destituyen a todo juez o fiscal que obedezca a la ley antes que a un político y someten la justicia a los deseos de una sola persona. Mientras hablan de El Salvador como de una tierra paradisíaca, cientos de compatriotas huyen del país a diario en búsqueda de oportunidades.
Mientras se levanta un nuevo proyecto elitista que ha puesto todo el Estado a su servicio y acapara los pocos recursos nacionales, la mayoría o no ve las contradicciones del régimen y cree a pie juntillas en un país imaginario, o prefiere seguir con su vida haciendo caso omiso de los desmanes. La distancia entre lo que se dice y lo que se hace es hoy abismal, y en el fondo de esa fosa se marchitan lentas las posibilidades de alcanzar un mejor futuro común.