Ayer por la tarde, el mundo entero recibió la noticia de que la Corte Suprema de Justicia de El Salvador, reunida en pleno, resolvió dejar libres a los militares salvadoreños procesados en la Audiencia Nacional de España, aduciendo que la difusión roja de la Interpol no es una orden de captura, sino de localización. Contrariamente, el 20 de mayo de este año, la misma Corte acordó que era suficiente que la Policía recibiera la difusión roja de la Interpol para detener a unas personas acusadas de narcotráfico en Estados Unidos. Es impresionante que en apenas tres meses estos jueces hayan cambiado de opinión, contradigan sus propias resoluciones y no tengan vergüenza de ello. Lo que queda claro es que en sus decisiones anteponen la acepción de personas al principio de equidad ante la justicia. Para justificar el cambio de opinión, los magistrados dicen que en mayo se equivocaron y que ahora han rectificado. Esto es lamentable. Si estos jueces se pueden equivocar tan fácilmente, ¿qué confianza se puede tener en ellos y en que sus resoluciones, que son inapelables, están apegadas a derecho y son respetuosas de las leyes?
Más difícil es entender esta justificación de los magistrados cuando la Interpol ha definido claramente siete tipos de notificaciones, cada una de ellas identificadas por un color distinto que define el objetivo que la notificación persigue. En la normativa de la Interpol, las notificaciones rojas "se utilizan para solicitar la detención preventiva con miras a la extradición de una persona buscada y se basan en una orden de detención o en una resolución judicial". Seguramente, el magistrado Ulises del Dios Guzmán, quien afirmó ante los medios que la orden roja no puede ser considerada de captura, sino de localización, desconoce que para la localización se utilizan notas azules, no rojas. Una vez más, el magistrado Guzmán exhibe su desconocimiento de los temas policiales y jurídicos.
Este caso desnuda al pleno de la Corte Suprema de Justicia y deja en evidencia que esta no posee la competencia que le corresponde al más alto organismo del poder judicial. Esta Corte que avala la impunidad, que impide sistemáticamente que resplandezca la verdad y se haga justicia, es, además de una vergüenza nacional, un enorme obstáculo para el fortalecimiento de la institucionalidad y el Estado de derecho. No en vano tanto los Acuerdos de Paz y la Comisión de la Verdad, como una serie de estudios realizados por expertos en la materia han insistido en la urgente necesidad de reformar y hacer funcionar bien el sistema judicial para fortalecer la paz en El Salvador.
El problema no es si se está o no de acuerdo con la decisión de la Corte en pleno; el problema es más hondo: esta Corte ha mostrado, una y otra vez, total incapacidad para realizar la importante labor que la Constitución le ha asignado. La Corte en pleno no ha sido capaz de superar la mora judicial (tiene más de novecientos expedientes pendientes de resolver). Tampoco ha podido responder con eficacia a la perentoria necesidad de depurar el sistema judicial y separar a las decenas de jueces corruptos que están favoreciendo a los delincuentes. En lugar de ello, una parte de los magistrados que la integran se han enfrascado en una lucha intestina contra el Presidente de la Corte, que desea erradicar de la institución la corrupción y los beneficios personales, y contra los magistrados de la Sala de lo Constitucional, que sí se han tomado en serio su papel de jueces que deben hacer cumplir la Constitución.
La Corte en pleno ha brillado por la falta de independencia y profesionalismo de sus resoluciones. Un buen ejemplo de ello fue su negativa a entregar al juez Eloy Velasco la información sobre lo que el órgano judicial salvadoreño había actuado en relación a la masacre en la UCA. Los magistrados decidieron primero que no enviarían la información, y luego trataron de armar una justificación que avalara su posición.
La sociedad salvadoreña no se merece esta Corte Suprema de Justicia. Aunque los primeros responsables de la actuación de la instancia son los magistrados que la integran, no están exentos de responsabilidad todos aquellos que les allanaron el camino para ocupar el puesto: desde las asociaciones de abogados y el Consejo Nacional de la Judicatura, hasta la Asamblea Legislativa. Parece que ni unos al proponerlos, ni la otra al elegirlos tuvieron en cuenta el artículo 176 de la Constitución, que exige "moralidad y competencia notorias" como condición para ser magistrado de la Corte Suprema de Justicia. Una falta de moralidad y competencia que ha llevado a que, una vez más, el pleno de la Corte decepcione con una decisión plenamente política y carente de justificación jurídica.