La elección del próximo Procurador para la Defensa de los Derechos Humanos nos obliga a repensar la situación del país en este campo. Y ciertamente, no es esperanzadora. La violencia delictiva y la corrupción política ensombrecen cualquier evaluación positiva. El derecho a la vida está insuficientemente protegido. La pequeña empresa está en buena parte indefensa ante el crimen organizado. El miedo a la violencia abarca una enorme dimensión del espacio público. Y la desconfianza de la población en los organismos responsables de la persecución del delito facilita la impunidad. La corrupción política y social penetra en los cuerpos policiales y judiciales haciéndolos más débiles en la investigación del crimen. La existencia de grupos de exterminio vinculados a la PNC aumenta la sensación de inseguridad y desprotección de la ciudadanía.
En el campo de los derechos económicos y sociales la situación es también grave. Podemos hablar sin duda de al menos un 50% de los salvadoreños viviendo en condiciones precarias. Los nueve salarios mínimos existentes crean situaciones de discriminación laboral y no cubren a toda la población. Y la vulnerabilidad económica aumenta si se es madre soltera. En una familia de cuatro personas, si trabajan ambos padres, solamente el salario mínimo de servicios, que es el más alto, alcanza los cuatro dólares diarios necesarios para salir de la pobreza. Por otra parte, la educación escolar está marcada por la exclusión y por la desigualdad hiriente en calidad educativa. En las zonas rurales y en los pequeños municipios, abunda el deterioro físico de las instalaciones escolares y la calidad educativa es muy inferior a la de las zonas urbanas. El acceso al agua, que los diputados se empeñan en no reconocer como derecho constitucional, no solo es insuficiente para una buena parte de la ciudadanía, sino que tiene un horizonte cada vez más sombrío. En demasiados casos, la vivienda no cubre las condiciones básicas de habitabilidad.
En este contexto, la elección del Procurador para la Defensa de los Derechos Humanos tiene una importancia capital. Importancia que se resisten a reconocer los diputados, que, una vez más, miden el cargo desde la política de conveniencia; diputados que parecen ser incapaces de aceptar que los derechos humanos son una configuración moderna de la moralidad y de la ética externa al poder del Estado. En este sentido, un defensor de los derechos humanos tiene el deber de señalar con claridad cualquier tipo de comportamiento antiético de los funcionarios estatales. Pero existe una tendencia atroz a separar la ética del respeto y observancia de los derechos humanos. La persona que sea elegida para presidir la Procuraduría tendrá la responsabilidad grave de recordarnos la profunda unidad entre comportamiento moral y estricto cumplimiento de los derechos derivados de la dignidad de la persona.
Esperar simpatías políticas es absurdo. Creer que la Procuraduría no debe enfrentarse al poder es más absurdo todavía. Porque tanto el Ejecutivo, la Asamblea Legislativa y el sistema judicial como los poderes de facto violan con frecuencia los derechos humanos (civiles, políticos, económicos y sociales). Un Procurador combativo, radicalmente comprometido con los derechos humanos, es de suma importancia para la defensa de la vida, en toda su dimensión amplia, y para la superación de la violencia y la impunidad.