Hace seis años, un prominente personaje del mundo religioso católico le decía a un funcionario de la administración de Mauricio Funes y miembro del FMLN que el triunfo electoral no se repetiría si el entonces nuevo Gobierno no solucionaba el problema de la delincuencia, ya desatada en tiempo de Antonio Saca. La profecía no se cumplió. Pero en las palabras del religioso se vislumbraba que la violencia sería parte clave de la estrategia electoral de cualquier partido con deseo de obtener un triunfo electoral. Hoy, la situación de violencia que sufrimos es, por un lado, fruto del mal enfoque para enfrentarla y, por otro, se instrumentaliza como parte de una estrategia de la derecha para arrinconar al Gobierno.
El tema de las transformaciones socioeconómicas que el país necesita para llegar a estándares adecuados de justicia social se ha dejado de tocar ante la negativa de los poderes económicos de avanzar en ese campo. Se habla todavía de conseguir grandes acuerdos de nación, pero no se observa verdadera voluntad de avanzar. Solo una minoría sin la suficiente fuerza como para imponerse mediática o políticamente sigue insistiendo en ello. La tendencias existentes no son tanto de diálogo cuanto de confrontación. Las maras están dispuestas a confrontar, al igual que la PNC. La locura se ha impuesto tanto en el asesinato de policías como en los enfrentamientos en los que mueren entre cinco y nueve pandilleros sin que haya bajas en la parte contraria. Los poderes económicos han convertido la confrontación en costumbre desde el Gobierno pasado, sin que se les vea verdadero interés en tratar temas de fondo como la desigualdad, en la que tienen tanta responsabilidad. El FMLN y Arena están enzarzados en una pugna que daña sistemáticamente al país. Y la violencia es con frecuencia el tema que con mayor violencia verbal se trata. Como si los gritos pudieran disminuir la plaga que sufrimos.
La confrontación convertida en estrategia política, delincuencial, económica o policial no lleva a nada. Y menos en un país tan lleno de contradicciones e injusticias como el nuestro. Pretender agotar al contrario a base de presiones solo puede dar como resultado el fracaso de la convivencia y la agudización de los conflictos. Si El Salvador quiere alcanzar metas de desarrollo, sus liderazgos tienen que despojarse de ese afán miope y cerril de tener siempre la razón e imponerse sobre los contrarios. Acuerdos basados en las necesidades de las mayorías son estrictamente necesarios. Estamos desperdiciando la cultura nacida de los Acuerdos de Paz, cada vez más débil y perdida en el horizonte del pasado, a pesar de la grandilocuencia con la que celebramos los aniversarios. Resulta escandaloso que se diga que no debe politizarse el tema de la violencia, pues al hablar así hacemos una pésima evaluación de la tarea política. Más bien deberíamos decir que el problema necesita más política y menos gritos, adecuada politización y abandono del griterío altisonante. La solución de la violencia solamente pasará a través de una vía política en la que el asunto se aborde en conjunto y se diseñen medidas de consenso que no solo toquen el problema, sino sus causas estructurales.
Necesitamos una política social mucho más enfocada al desarrollo, una lucha mucho más intensa y declarada contra la injusticia social, una sinceridad mucho mayor al abordar los problemas nacionales. No negamos la necesidad de un buen y mejor funcionamiento policial, judicial y fiscal. Pero necesitamos con urgencia acuerdos enfocados a superar la desigualdad, la debilidad de las instituciones, y la corrupción rampante y presente en todos los estratos sociales. Si queremos vencer la violencia y la delincuencia sin antes o simultáneamente dar esos pasos, caeremos en el ridículo y el fracaso. Solo la formulación de unos acuerdos de nación serios nos demostrará que la clase política y el liderazgo económico han salido del subdesarrollo mental en el que tan plácida e irresponsablemente permanecen.