La masacre en El Mozote, un crimen de lesa humanidad y de guerra imprescriptible, al fin está siendo llevado a juicio con seriedad, 36 años después de los hechos. Los datos que se están haciendo públicos son cada vez más exactos y terribles. De los casi mil asesinados, aproximadamente la mitad eran menores de 18 años; y la mayoría de ellos, menores de 12. Los intentos de acallar los hechos, de disminuir su terrible crueldad, de confundir la matanza de niños y mujeres con enfrentamientos militares no solo es vergonzosa, sino que muestran con claridad que en El Salvador no hay garantías de no repetición de los hechos. Porque mientras no haya justicia ni reconocimiento de la verdad, la posibilidad de que se repitan crímenes semejantes sigue pendiendo sobre nuestro pueblo.
En ese sentido, urge que la justicia se haga cargo de los casos de masacres cometidas durante la guerra civil. La dejadez y la inacción de las instituciones frente a dichos casos suponen un incumplimiento grave y una deuda pesada respecto a los derechos humanos. Una ley de justicia transicional que facilite el enjuiciamiento de los delitos del pasado debería haberse discutido hace tiempo. Pero ni el Ejecutivo ni la Asamblea Legislativa, ambos con iniciativa de ley, han dado ningún paso al respecto, a pesar de las exigencias de diversas instituciones de derechos humanos. La propuesta de lineamientos de justicia transicional que el Idhuca presentó a principios de este año, como insumo para la elaboración de una ley, no recibió ninguna respuesta por parte de los numerosos diputados y comisiones legislativas que la recibieron. Por su lado, el Ejecutivo formuló algunas promesas vagas que al final se quedaron en nada.
Pero además de justicia se necesita reconocimiento de la verdad. Que el Ejército siga sin reconocer los crímenes que cometió es oprobioso. El Estado Mayor de la Fuerza Armada debe revocar el rechazo al informe de la Comisión de la Verdad que en 1993 hicieron quienes estaban al frente de la institución. Una Fuerza Armada que no reconoce los crímenes de su historia es una que se siente superior a la democracia, al pueblo del que forma parte y a los deberes de humanidad y verdad mundialmente aceptados. Por tanto, es una institución que no da garantías de no repetición de los abusos del pasado. Si se dice como disculpa que ya un Presidente de la República y Comandante General de la Fuerza Armada pidió perdón, razón de más para que la institución, ella misma, también lo haga, en coherencia con su formal y supuesta jefatura suprema. Mantener a Domingo Monterrosa como héroe en el museo militar y conservar su nombre en la Tercera Brigada es muestra clara de la no colaboración de la Fuerza Armada con la verdad. La incapacidad del Ejecutivo de corregir esa conducta evidencia que el Ejército aún se considera autónomo y es insensible ante los crímenes cometidos por sus miembros.
Por ende, los juicios que se vayan abriendo contra militares deben, además de conseguir justicia, lograr que la institución castrense admita la incompatibilidad de los crímenes cometidos con una fuerza militar inserta en la vida democrática. Los juicios deben conducir a que la institución militar pida, formal e institucionalmente, perdón por sus desafueros. Y en esto no cabe la frase “me gustaría declararme en rebeldía” que el Ministro de Defensa dijo no hace mucho respecto a una sentencia de la Sala de lo Constitucional. En una democracia bien constituida, ya le habrían removido. Ante los crímenes de lesa humanidad y los crímenes de guerra no hay salida: la Fuerza Armada como institución debe rechazarlos y pedir perdón por ellos. Y debe hacerlo sin esperar a que muchos militares sean vencidos en juicio.