Vino nuevo, odres nuevos

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Editorial UCA
27/08/2012

Aunque nos guste a todos decir que en El Salvador alcanzamos la paz, debemos también reconocer que vivimos en constantes conflictos. Apenas salimos de uno cuando otro se cierne. Es opinión cada vez más generalizada que a 20 años de la firma de los Acuerdos de Paz, necesitamos otro esfuerzo de igual o mayor envergadura para enfrentar nuestros problemas desde la raíz. Pacto de nación, proyecto de país, nuevos acuerdos, llámesele como se le llame, necesitamos llegar entre todos a consensos mínimos sobre el país que necesitamos y queremos, y actuar en consecuencia, dejando a un lado los intereses particulares o sectoriales.

Insensato es pensar que se obtendrán resultados diferentes insistiendo en las mismas acciones, o que se puede cambiar el rumbo sin que cambien los liderazgos, especialmente cuando no hay signos evidentes de evolución en estos. Los partidos políticos son las instancias mediante las cuales se decide buena parte del futuro del país, y adolecen del mal de perpetuar los liderazgos. En muchos de los conflictos recientes que hemos vivido, vemos desfilar como protagonistas a los mismos personajes, que también fueron protagonistas en el conflicto armado o que han sido dirigentes de los institutos políticos desde tiempos inmemoriales.

Los liderazgos prolongados no son patrimonio exclusivo de los partidos políticos; es también lamentable costumbre en otros ámbitos de la vida nacional. Aunque no sea el único factor que dificulta enrumbar al país hacia mejores derroteros, es condición fundamental la llegada de rostros nuevos, con valores y principios éticos y morales, con verdadera vocación democrática y que hagan del ejercicio de la política una plataforma de servicio. Es imposible asumir que podremos cambiar las cosas sin cambiar los viejos liderazgos. A menos que la persona presente unas características excepcionales, los viejos liderazgos no son sanos por muchas razones. Veamos algunas.

En primer lugar, y probablemente sin pretenderlo, con el paso del tiempo el líder se vuelve caudillo. Cuando una persona se mantiene al frente de una instancia por un período muy largo, consciente o inconscientemente comienza a gobernarla como si fuera de su propiedad. Este ejercicio patrimonial del poder hace que el líder se entienda a sí mismo como insustituible, como el iluminado, el que todo lo sabe sobre lo que su país o instancia necesita. El viejo líder no puede concebir "su" partido, institución o país sin que él sea el dirigente. Por eso, en general, los liderazgos prolongados no promueven el diálogo, ni la evaluación, ni el cuestionamiento fuera de su círculo inmediato. Porque los líderes autoritarios se sienten amenazados por cualquier opinión contraria, sea de adentro o de afuera de su grupo. Las personas que cuestionan son rotuladas como rebeldes, insubordinadas y disruptivas, como contrarias a la armonía del cuerpo.

En consecuencia, la segunda característica del viejo líder es que se rodea de gente que no representa peligro para su liderazgo. Los líderes abusadores usan su posición para exigir sumisión y comprar lealtad; los líderes verdaderos inspiran a la gente. En la misma línea, los liderazgos autoritarios son enemigos de cualquier sistema de rendición de cuentas y pretenden mantener el pleno control sobre todo. Sus círculos inmediatos casi siempre están formados por personas que ellos escogen y no les contrarían. Muchos de estos líderes pueden haber comenzado con intenciones nobles, pero sus problemas personales no resueltos los hacen volverse dependientes de su cargo para satisfacer sus necesidades. La democracia implica transparencia y control, algo que el autoritarismo y el continuismo niegan; y la ausencia de transparencia y control engendra corrupción.

Finalmente, los liderazgos prolongados se resisten al cambio. Los viejos líderes, aunque se conciban de izquierda y, por tanto, se digan revolucionarios, son los mejores agentes para el mantenimiento del statu quo. En este sentido, no importa el signo ideológico, si de conservar el poder se trata, todos son igualmente conservadores. Por estas y otras características, en general, pensar en cosas nuevas con viejos líderes es como pretender echar vino nuevo en odres viejos. No se puede, porque los odres se rompen. El relevo de liderazgos no es antojadizo ni caprichoso; es necesario. ¿Por qué cambiar? La respuesta es sencilla: lo que no cambia pierde la oportunidad de ser mejor. El cambio no solo es bueno para el ejercicio del poder, sino también para la persona misma: la renueva, la pone frente a nuevos retos, la moviliza hacia nuevos horizontes. Es hora, entonces, de plantear como condición indispensable —aunque no única— para cambiar las cosas, que cambien primero los liderazgos que se han anquilosado en las instituciones durante tantos años.

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