Queridos hermanos y hermanas, celebramos hoy emocionados la canonización de monseñor Romero. Sabíamos que era un santo desde el primer momento y esperábamos con ansiedad la declaración oficial de la Iglesia sobre su santidad. Este es el día. Y no podemos menos que comenzar citando a nuestro Señor Jesucristo, maestro nuestro y de monseñor Romero. Cuando Pilatos lo estaba juzgando, Jesús le dijo: “He venido al mundo para dar testimonio de la verdad”. Hoy podemos afirmar que a monseñor Romero lo envió Dios a El Salvador para ser, como Jesús, testigo de la verdad. Testigo de la fe en ese Cordero Degollado que permanece de pie, como le llama el libro del Apocalipsis a Jesús de Nazaret. Testigo y apóstol que sigue los pasos del Señor Jesús en su vida, en su palabra y en su capacidad de juicio sobre la situación salvadoreña. Monseñor Romero, testigo del Señor, sigue iluminando nuestra hambre y sed de justicia. Nos da la esperanza de que tanta sangre de víctimas inocentes se convierta para nosotros en el cimiento y en la base de un El Salvador construido sobre el respeto y la dignidad de todos, especialmente de los más sencillos y humildes.
Recuerdos
Mientras en nuestro país se despreciaba a los pobres, se les explotaba, se les manipulaba y se les tenía como inferiores, Mons. Romero se identificaba con ellos y con sus causas. Su vida fue testimonio del amor preferencial de Dios a los más pobres, al luchar con ellos, pacífica y proféticamente, en favor de sus derechos. En el acta de beatificación, se le llamaba con toda razón “padre de los pobres”. Y así era porque exigía justicia para los campesinos y los trabajadores, apoyaba sus reivindicaciones y su organización popular, y los defendía ante el odio y la violencia de los poderosos. Pero además de estar con las causas de los pobres, vivía con ellos en el hospitalito de la Divina Providencia. Allí, donde se hospedan o incluso van a morir los enfermos de cáncer más pobres de nuestro país, allí vivía, también en pobreza y sencillez, nuestro obispo mártir. Allí acompañaba el sufrimiento de los enfermos sin más recursos que la generosidad de las hermanas del hospitalito, y les animaba con el consuelo de un Dios, el nuestro, que nunca abandona al débil y al afligido, y le ofrece siempre la solidaridad de los que rezamos el Padre Nuestro de corazón y deseamos que venga su Reino. Antes, estando en Santiago de María como obispo, abrió las puertas de la catedral para que los cortadores de café, que llegaban desde lejos a esa tierra de cafetales, pudieran dormir bajo techo. Las fotografías de Romero con niños que juegan con su cruz pectoral no dejan duda de su tierna cercanía a los más pobres.
Y es esa cercanía amorosa a los pobres, junto con su fe en el Señor Jesús, la que le llevó a ser profeta de justicia. Voz de los sin voz, sin más poder que la fuerza de la conciencia, sin más ley que la del amor al prójimo, y sin más patrón que el Divino Salvador. Su única arma era la Palabra. Mons. Romero, nuestro san Romero, con esa palabra beligerante y defensora del oprimido, hacía retorcerse de rabia a quienes mataban a los pobres, a quienes perseguían sus organizaciones o amenazaban de muerte a toda persona que mostrara deseos firmes de justicia social. Como a Jesús, lo odiaban aquellos que no soportaban la buena noticia de un Dios de amor y creador de fraternidad. Su palabra disgustaba a los neutrales e indiferentes, y molestaba a los cómplices hipócritas, que desde instituciones del Estado disimulaban y encubrían la barbarie de los escuadrones de la muerte. Y ante los odios y ataques, respondía siempre con las mismas palabras de Jesús en la cruz: “Padre, perdónales, que no saben lo que hacen”. Su amor cubría a todos, curando a los heridos por la injusticia y diciéndoles la verdad a los victimarios. Dos formas de amar clásicas y siempre exigidas por la Iglesia, en coherencia con nuestro Dios, que es amor, y nos llama a consolar a las víctimas y a ser profetas frente a quienes abusan del prójimo.
Mons. Romero recuerda la terrible dificultad que tienen para entrar en el Reino de los Cielos aquellos que ponen su corazón en las riquezas. Nuestro santo, lleno del Espíritu del Señor y su sabiduría, con su palabra combativa como espada de doble filo, desnudaba las intenciones de los soberbios. A los ricos les recordaba que la idolatría de la riqueza estaba en la base de las injusticias salvadoreñas. A los poderosos les recriminaba utilizar la muerte como instrumento de poder. Y a las organizaciones populares les recordaba que no podían poner la organización por encima de los derechos de las personas. Toda idolatría pone primero la ley del más fuerte en vez del amor al prójimo y la solidaridad evangélica. No hablaba de dar, sino de compartir. Porque cuando los ricos dan algo, no están dando de lo suyo, sino de lo que pertenece a todos, y especialmente a los más pobres. A esos pobres a los que el Señor prometió el Reino de los Cielos y en los que se hace siempre presente el rostro de Jesús. Inspirado siempre en el Evangelio y en la doctrina social de la Iglesia, en el destino universal de los bienes, en la solidaridad y la participación, nuestro santo arzobispo trabajaba desde el deseo profundo de paz con verdadera justicia social. Sabiendo además que la paz solo puede construirse negando las idolatrías, devolviendo a las víctimas su dignidad de seres humanos, restaurando los derechos de quienes son despojados de ellos y trabajando sistemáticamente para eliminar el sufrimiento en el mundo en que vivimos.
Resurrección
Hoy su voz sigue sonando, cada vez con mayor fuerza en todo el mundo. Desde el primer momento, diversas Iglesias cristianas se solidarizaron con él. Y tras su muerte, muchos lo consideramos mártir. En cuenta Mons. Rivera, María Julia Hernández, Mons. Urioste y tantos amigos, hoy en la gloria, que nunca le abandonaron. Las Iglesias que nos acompañaron en la devoción a Romero desde el principio están hoy aquí en la alegría de la canonización, celebrando con nosotros al santo de todos. Ellos han contribuido también a que el nombre de Romero se haya hecho universal. Sus reliquias han llegado hasta diócesis remotas de África y su imagen o su retrato se multiplican en iglesias y catedrales de diversas denominaciones cristianas. Y por si fuera poco, el 24 de marzo ha sido declarado por las Naciones Unidas Día Internacional del Derecho a la Verdad en relación con Violaciones Graves de los Derechos Humanos y de la Dignidad de las Víctimas. En otras palabras, la ONU está reconociendo a nuestro san Romero como patrón universal del derecho de las víctimas a la verdad. Él, que fue con tanto coraje y valentía voz de los sin voz, es hoy víctima resucitada con su voz defensora de las víctimas de la historia que ansían y esperan resurrección.
Mons. Romero, san Óscar Arnulfo Romero, resucitado ya en la fuerza del Espíritu Santo, resucita en el mundo y continúa resucitando entre nosotros y en nosotros, su pueblo salvadoreño que busca justicia y fraternidad. Su voz resuena hoy más fuerte reclamando un mundo sin víctimas, libre del sufrimiento creado por los Caínes de la historia. En las lecturas se nos decía que nada ni nadie nos puede separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús. Mons. Romero es una prueba viva y presente de ese amor de Dios que no se cansa nunca de amar y bendecir a su pueblo, enviándole santos y profetas. En el evangelio que hemos escuchado, Jesús nos dice que pone en manos de Dios a sus discípulos para que ellos sientan la plenitud de la alegría. Esa misma alegría es la que hoy nos transmite ese discípulo eximio de Jesús de Nazaret al que hoy llamamos jubilosos san Óscar Arnulfo Romero.
Nuestra responsabilidad
Ante este Romero santo, profeta, pastor y padre amoroso que cuida a sus ovejas y protege los derechos de los empobrecidos de nuestra tierra, los salvadoreños debemos mirar hacia nuestra realidad personal y social. Romero se tomó en serio el testamento del Señor Jesús cuando dijo a sus apóstoles y a nosotros que nos amemos unos a otros como Él nos ha amado. Por eso su espíritu ha resucitado ya y vive en su pueblo. Quiere vivir en todos nosotros e insiste en que seamos autocríticos. Quiere que nos preguntemos si seguimos a Jesucristo y a tantos testigos generosos de la fe que antes de nosotros pusieron el Evangelio como el centro de sus vidas. Nos pide, desde la mirada al Evangelio, al Señor y a sus santos, que venzamos la desigualdad y el individualismo consumista, en los que hoy se concentra la idolatría del dinero. Mons. Romero nos pide que trabajemos por una sociedad donde el espíritu cristiano, generoso y fraterno esté por encima del afán de lucro individual.
Como Jesús a sus discípulos, nos recuerda que el que quiera ser superior debe convertirse en servidor y esclavo de los demás. No nos está permitido a los cristianos compararnos con otros y creernos superiores. Ese es el camino para despreciar al más sencillo y al más pobre. Cerrar los ojos y las entrañas a las necesidades del prójimo no es cristiano ni es digno de personas que veneramos a san Romero de América. Alegrarnos con la santidad de Romero, amarlo y respetarlo como santo y como el salvadoreño más universal, es comprometernos a seguir a Jesucristo, vivo en nuestros hermanos y que continúa crucificado en los más pobres.
Por eso mismo, el ejemplo profético de Romero nos impulsa a mirar a nuestra sociedad y a trabajar en la transformación de la misma. No queremos ni podemos permitir que se impongan leyes que dejen morir de sed a los pobres, como bien advertían nuestros obispos. No deseamos una sociedad en la que la corrupción esté presente en los ámbitos del poder económico y político. Tampoco queremos un sistema judicial que sea débil con los fuertes y fuerte con los débiles, que continúe, como decía Romero, mordiendo únicamente el pie del que camina descalzo. Eso se llama corrupción judicial, como ya se lo dijo una vez nuestro santo Romero a la Corte Suprema de Justicia. Nuestro santo pastor nos invita a revisar y aumentar un salario mínimo que no alcanza para vivir. Nos pide formalizar y proteger el trabajo informal, que hoy mantiene en vulnerabilidad permanente a casi la mitad de la población económicamente activa de El Salvador. Nos llama a exigir escuelas decentes en cantones olvidados o con escuelas deterioradas por el paso del tiempo, las lluvias y el abandono oficial. Y nos pide también superar un sistema público de salud injusto y obsoleto, que separa y da diferente calidad de servicio a los que cotizan al Seguro Social y a los que no pueden cotizar. La salud, como el agua, la educación, el trabajo decente y la vivienda digna son derechos de todos y todas. Como decía san romero, hay que cambiar las cosas desde la raíz.
No veneramos un cadáver, sino a alguien que está vivo. Vivo junto a Dios y en el corazón de todos los cristianos que quieren seguir con radicalidad el Evangelio. Nuestro santo nos felicita hoy y se siente contento de su Iglesia porque ha presionado en favor de aumentar el salario mínimo, porque ha promovido la supresión de la minería metálica en El Salvador y porque continúa presionando para que el agua sea cuidada por todos, nos llegue a todos y podamos decir que es de todos, no de unos pocos. Pero también nos pide que trabajemos intensamente en superar y vencer el clima de violencia existente, que tanto dolor y sufrimiento produce. Repitiendo las palabras del profeta Isaías que le gustaba citar, nos exige convertir las armas en instrumentos de trabajo, nos anima a promover el trabajo decente para todos, y especialmente para los jóvenes. Solo así, con una juventud educada para el trabajo digno y con salario justo, superaremos esa plaga violenta heredada de la locura de una guerra civil entre hermanos y multiplicada posteriormente por la desigualdad y la injusticia social. Bien decía nuestro santo que hay una violencia superior a las armas de la guerrilla y a las tanquetas del Ejército: la violencia que uno se hace a sí mismo contra todo deseo de muerte, de explotación, abuso o venganza. Sin fraternidad no hay futuro. Y por eso nos pide que cuidemos la familia como fuente de paz, de generosidad y de servicio. Exigir al Estado protección, apoyo y servicios para las familias en pobreza y vulnerabilidad es prevenir la violencia. Monseñor Romero nos habla más de rehabilitación de los delincuentes que de mano dura. Exige pensiones dignas para nuestros ancianos y denuncia la terrible marginación que sufre la mujer al no reconocerle sus esfuerzos por sacar adelante la familia y negarle el derecho a pensión como retribución justa por el trabajo realizado en el hogar.
El santo luminoso
Jesús de Nazaret nos dijo: “Yo soy la luz del mundo”. Monseñor Romero es un mártir luminoso, iluminador de una nueva sociedad en la que los pobres recuperan su dignidad y alzan su voz. Como decía la primera lectura, su vida brilla entre nosotros con la fuerza del incendio en un cañaveral. Contagia un fuego que nadie puede contener. Un hombre como Romero, que sistemáticamente luchó contra el sufrimiento humano y que aceptó el sufrimiento de una muerte injusta por defender a los pobres y a los injustamente perseguidos, nos muestra la luz de Cristo y el camino para construir una nueva historia en El Salvador. Él va venciendo y mostrándonos día a día la fuerza del bien. Mientras las argucias y mentiras de quienes le insultaban y agraviaban van quedando como telarañas en los rincones olvidados de la historia, él se ha vuelto el salvadoreño más universal. Los Pilatos, los Herodes y los Caifás que asesinaron a Jesús son ahora mero recuerdo de personas oscuras, débiles y condenadas a la insignificancia histórica. Lo mismo pasa con quienes mataron a Romero. Mientras ellos, los asesinos, pasan a las páginas oscuras de la ignominia y el olvido, él brilla como defensor de los derechos de los humildes, como voz cada vez más potente que nos invita a defender la vida y la dignidad de todos y todas. Y no solo en El Salvador, sino en todo el mundo.
Y es por eso que nuestro san Romero es motor y guía de nuestra esperanza. Viviendo en circunstancias peores que las nuestras, nunca dejó de esperar un mañana mejor. Pero ponía en nuestras manos, en las manos de su pueblo, esa capacidad de forjar un futuro diferente. Tenía la valentía y el coraje de un profeta y el corazón de un santo. Un corazón abierto a las necesidades de los pobres y a los deseos de paz de todas las personas de buena voluntad. Por eso buscaba la reconciliación de todos los habitantes de El Salvador, empoderando de dignidad a los pobres y exigiendo justicia y paz. Desde su santidad nos sigue invitando a esa misma reconciliación, construida sobre la verdad, la justicia, la reparación de las víctimas y la generosidad del perdón. La verdad sin justicia y sin reparación de las víctimas acaba siendo una farsa. Pero la reconciliación no sería auténtica si no logramos establecer mecanismos que ofrezcan caminos de perdón que no burlen la justicia. Perdón que solo la víctima puede dar, porque es moralmente superior a los verdugos y tiene siempre un corazón más generoso que los asesinos.
A monseñor Romero lo mataron mientras celebraba la eucaristía. Ya antes del 24 de marzo habían intentado acabar con él poniendo una bomba bajo el altar de la iglesia de la Basílica del Sagrado Corazón, en la que iba a celebrar su misa dominical. Había un odio evidente al servicio sacerdotal de monseñor Romero. Pero los asesinos no se daban cuenta de que matando al arzobispo en la eucaristía lo unían definitivamente a la sangre derramada del Señor. Jesús se nos dio como alimento en la eucaristía, pidiendo que hiciéramos memoria de su muerte y de su presencia resucitada entre nosotros en el pan y en el vino. Cuando celebramos una vez más la misa, emocionados en este momento histórico para nuestro pueblo, no dudemos de que la presencia del Señor está siempre acompañándonos. Está con nosotros en el pan de la palabra de Dios y también en la palabra firme de Romero. Esa palabra de sus homilías que lo caracteriza como un verdadero doctor de la Iglesia. El Señor permanece con nosotros en el pan compartido y en el vino con el que brindamos por la alegría de la resurrección. Está también con nosotros en la vida de Romero, unida a la resurrección de Cristo y compartida con nosotros. Jesús, el Cristo, está en la vida de todos los mártires y víctimas de El Salvador, incluso los más anónimos y olvidados. Ellos, unidos a Romero, celebran en el cielo la fuerza del Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, que ha iluminado la mente y el corazón de nuestro papa Francisco para regalar a la Iglesia universal, y al pueblo salvadoreño, la proclamación como santo, mártir y ejemplo de vida a nuestro san Romero de América. Que esta eucaristía, alegre ahora en la tierra y unida a la alegría de los mártires en el Reino de Dios, nos una a todos los pobres y afligidos del mundo. Que renueve, en ellos y en nosotros, la esperanza de un mundo más justo. Y que nos una también a la Iglesia universal en la que siempre florece la santidad cuando los corazones se abren al hermano en necesidad.
Que viva Monseñor Romero.
Que viva la Iglesia martirial de El Salvador.
Que viva el papa Francisco.
Que viva el pueblo salvadoreño con el que no cuesta ser pastor.