Cuando en el Vaticano se habla de beatificaciones y canonizaciones, suele decirse que "las cosas de palacio caminan despacio", haciendo alusión a los procesos largos y engorrosos que suelen acompañarlas. Así se responde, por ejemplo, cuando se pregunta por la canonización de monseñor Romero. Pero, por lo visto, no siempre es así; hay beatificaciones que tienen procesos distintos: acelerados, expeditos, sin traba alguna. La más reciente, la de Juan Pablo II, es un buen ejemplo de ello. En El Salvador, en estos días de grandes ceremonias y celebraciones, ha surgido nuevamente la pregunta: ¿por qué no avanza el proceso de canonización de monseñor Romero? Recordemos, de paso, que el anuncio formal del proceso lo hizo monseñor Arturo Rivera y Damas en marzo de 1990, dándose inicio a la etapa diocesana.
Por honradez con los hechos hay que decir que el proceso de monseñor Romero ha sido obstaculizado y rechazado por parte de sus mismos compañeros de báculo, por algunas autoridades eclesiásticas, por la oligarquía salvadoreña y por el poder mediático. De una u otra forma, estos sectores han odiado y difamado a monseñor; lo hicieron cuando vivía y continuaron haciéndolo luego de su asesinato.
Por honradez con los hechos también hay que decir que Juan Pablo II, durante su primera visita a nuestro país, reivindicó —con palabras y gestos— la figura de monseñor, y lo hizo frente a esos grupos hostiles. En marzo de 1983, en su plegaria ante la tumba de monseñor, dijo: "Reposan dentro de sus muros (de la Catedral) los restos mortales de monseñor Romero, celoso pastor a quien el amor de Dios y el servicio a los hermanos condujeron hasta la entrega misma de la vida de manera violenta, mientras celebraba el sacrificio del perdón y reconciliación". Y en su homilía, pronunciada horas más tarde, expresó: "¡Cuántas vidas nobles, inocentes, tronchadas cruel y brutalmente! También de sacerdotes, religiosos, religiosas, de fieles servidores de la Iglesia, e incluso de un pastor celoso y venerado, arzobispo de esta grey, monseñor Óscar Arnulfo Romero, quien trató, así como los otros hermanos en el episcopado, de que cesara la violencia y se restableciera la paz".
Ignacio Ellacuría, comentando este mensaje, sostiene que Juan Pablo II recupera como víctima inocente a monseñor Romero, a sacerdotes, religiosos y religiosas, y a otros fieles de la Iglesia, a quienes el discurso oficial (político, económico, eclesiástico y mediático) había tildado de traidores a su fe y a su ministerio, como personas al servicio del comunismo internacional.
Lo dicho por Juan Pablo II, pues, confirmaba lo que la fe viva del pueblo ha sostenido durante años: monseñor Romero fue un obispo testigo del Evangelio para la esperanza de los pobres. Y lo fue de forma muy concreta: acompañando y orientando al pueblo en sus anhelos de libertad; consolando a las víctimas en aquellos lugares donde había dolor y muerte; siendo voz de los que tenían prohibido su derecho a la expresión; arriesgando y dando su vida por las víctimas, incluso —como lo dijo en su momento— "por aquellos que vayan a asesinarme".
Ahora bien, y de nuevo por honradez con los hechos, hay que recordar que el papa (nuevo beato) no siempre mantuvo una actitud positiva ni se mostró realmente interesado por la grave persecución que sufría Romero. De su primer encuentro con Juan Pablo II, en mayo de 1979, monseñor relata en su diario lo siguiente: "Yo salí complacido por este encuentro, pero preocupado por advertir que influía una información negativa acerca de mi pastoral, aunque en el fondo recordé que había recomendado audacia y valor, pero, al mismo tiempo, mesurada por una prudencia y un equilibrio necesario. Aunque mi impresión no fue del todo satisfactoria (...) creo que ha sido una visita y una entrevista sumamente útil". En otras palabras, monseñor regresó de esa visita cargado más de advertencias papales que de apoyo y aprobación para su ministerio.
Finalmente, si la Iglesia busca ser honrada consigo misma, ha de caer en la cuenta de que, para ser creíble en el mundo de los pobres, requiere no solo de la santidad de las virtudes eclesiales, éticas y milagrosas, sino —sobre todo— de la santidad de la vocación profética que se expresa en la defensa del pobre, el huérfano, la viuda, los extranjeros. Ese tipo de santidad se recoge en la tradición de los profetas de Israel, en Jesús de Nazaret, en la práctica pastoral de algunos padres de la Iglesia, en documentos del episcopado latinoamericano, en hombres y mujeres del pueblo, y de manera ejemplar universalmente reconocida, en monseñor Romero. Si pastores como monseñor Romero son los que han posibilitado una fe viva y un profundo sentimiento religioso entre el pueblo, ¿por qué no se cultivan y favorecen esos rasgos de santidad?
El padre Ellacuría sostuvo en su momento que a lo mejor nadie olvida a monseñor Romero, pero no todos lo recuerdan como resucitado y presente. Y agregaba: "Hasta puede considerarse (monseñor Romero) un pasado glorioso, un pasado del que vana-gloriarse, pero que no ha de seguir dándose, por cuanto son otras las circunstancias". A los que así podían pensar, Ellacuría les replicaba: "Pueden ser distintas las circunstancias y la situación, pero es más clara aún la ausencia del Espíritu, y la pascua o paso del Señor como se dio en monseñor Romero".
En síntesis, no se trata solo de llevar a los altares a monseñor Romero, tampoco de limitarnos a elogiar virtudes, sino de dejarnos inspirar por su ejemplo en la consecución de las causas primordiales que siguen vigentes: el Reino de Dios y su justicia, la opción por los pobres, la compasión con las víctimas, la indignación profética. De esa santidad necesita la Iglesia y el mundo de hoy.