¿Dónde están nuestros hermanos?

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Idhuca
04/05/2011

"La violencia, en todas sus formas, acarrea enormes pérdidas a la sociedad. En los 18 años que han transcurrido entre 1992, año en que se firmaron los Acuerdos de Paz, y 2009, han fallecido 59,842 personas a causa de homicidio. Esto equivale a 3,325 homicidios por año o 9.1 personas asesinadas por día, convirtiendo al homicidio en la primera causa de muerte en El Salvador en el período 2004-2008, superando a las muertes provocadas por accidentes de tránsito, infartos, neumonía, diabetes, etc.". Esto dice un reciente e interesante trabajo de graduación elaborado por cuatro jóvenes estudiantes de la UCA, que lleva por título "Acciones de la política de seguridad pública en El Salvador en el período de 1992 a 2009".

Si a esa cifra —ciertamente escandalosa— se le suman las cerca de cuatro mil víctimas mortales de 2010 y las más de mil registradas en lo que va de 2011, y esta tendencia se mantiene, dentro de unos años nuestro país en "paz" habrá igualado las 75 mil muertes que provocaron las violencias política y bélica durante la guerra civil. Opiniones van y vienen ante este nuestro drama nacional, sin encontrarle solución. ¿Por qué? Porque quienes deciden o pueden influir en las decisiones sobre el rumbo nacional no piensan en la gente; no les interesa, aunque digan lo contrario.

La clase política y los Gobiernos de la posguerra tienen una gran responsabilidad en que las cosas estén así, cierto. Pero más son culpables esos poderes económicos que los patrocinan y que, en su egoísta afán de tener más y más, pretenden seguir viajando en la primera clase de un país que de estrellarse de nuevo —como ocurrió dos veces en el siglo pasado− también se los llevará de encuentro.

También hay que volver la mirada a la sociedad civil: las universidades, las Iglesias, los medios masivos de difusión y las organizaciones de diverso tipo. El "dejar hacer, dejar pasar"; el no señalar lo infame y no reclamar lo conveniente para las mayorías populares; el esperar que alguien nos traiga la esperanza y el cambio sin exigirle que cumpla sus promesas; el callar ante el uso abusivo de los bienes estatales; el permitir que unos pocos disfruten del buen vivir a costa del mal común...: la sociedad civil peca tanto por acción como por omisión.

A Caín, el Señor le preguntó: "¿Dónde está tu hermano Abel?". A lo que el homicida contestó: "No sé. ¿Soy yo acaso guardián de mi hermano?", ocultando el crimen y eludiendo su responsabilidad. "¿Qué has hecho?", le dijo el Señor. "La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra. Ahora pues, maldito eres de la tierra que ha abierto su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano".

Como a Caín, esa es la interpelación que debemos hacernos ante la violencia: ¿dónde están nuestro hermano y nuestra hermana? Hay quienes deberían temblar al escucharla y decidirse, de una vez por todas, a cambiar; sobre todo, los poderes económicos, políticos, gubernamentales, mediáticos, eclesiales, académicos y sociales. Las víctimas sufrientes ven cómo estos pretenden evadir, cual caínes modernos, sus responsabilidades, mientras celebran la reciente canonización exprés de quien acá en El Salvador —hace casi exactamente quince años— les dijo: "Para construir la paz en la justicia, para edificar la fraternidad y la reconciliación, el Redentor ha recorrido el camino opuesto a la violencia, a la soberbia, al egoísmo, a la lógica del poder, escogiendo la pobreza y el servicio".

En medio de este escenario doloroso y desafiante, se extrañan las voces que —como la de Óscar Romero— denunciaban el mal con valentía desde su parcial opción preferencial por los derechos de las víctimas. Los líderes religiosos deben ganarse esa calidad más allá de los formalismos, saliendo en defensa de aquellas, que son el cuerpo de Cristo martirizado. Nuestro arzobispo mártir, santificado por los pueblos crucificados desde hace mucho, proclamó el 11 de mayo de 1977, ante el cadáver del canciller Mauricio Borgonovo Pohl, el rechazo de la Iglesia a la violencia y su compromiso de estar con quien la sufre. "No pueden seguir viviendo tranquilos —sentenció— los que llevan la violencia a estos extremos horribles".

Quienes entre los poderosos declaran venerar a Juan Pablo II o a monseñor Romero, se arriesgan a que los terminen viendo como los "sepulcros blanqueados" de nuestros días —así de fuerte es la palabra de Jesús— si no trabajan por alcanzar una paz sólida, construida sobre la verdad y la justicia. Quienes son fieles a esas enseñanzas entre las mayorías populares y la sociedad civil, deben exigir a los poderes que trabajen en serio para alcanzarla. Este pueblo no merece seguir padeciendo más.

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