Cuando con cierta objetividad y aportando datos lo más rigurosos posibles —puros y duros, como dicen hoy— se intenta opinar en este país sobre políticas públicas o sobre la actuación de los partidos, se corre el riesgo cierto de ser descalificado inmediatamente. Durante las dos décadas transcurridas después del fin de la guerra, esa ha sido la constante. Hoy en día, o se es "arenero" o se es "del Frente". No hay medias tintas entre el rojo y el tricolor, pues ni el naranja ni el verde o el amarillo alcanzan a colorear una nueva y verdadera esperanza.
Por eso, cuando se han objetado los desatinados manejos estatales que han propiciado la permanente violencia y muerte durante todos los Gobiernos —desde principios de 1992 hasta la fecha—, solo cabe esperar reacciones apasionadas y de poco contenido. Entre los comentarios en una red social se nos decía que nuestra crítica "parece un lamento que ya comienza a verse un poco ‘rayado’ [...] Solo criticar, solo decir que la cosa está mal; que un militar es malo, que un civil es mejor. Nada de fondo, nada de peso". Y luego se añadía: "¿Cuáles son sus propuestas para reprimir el delito? ¿Para prevenirlo? ¿Cuáles son sus alternativas para los planes policiales? ¿Para reformas legales, si su propuesta es solo que quiten al militar y criticar a Funes?".
Nuestro deber universitario es responder a esas interrogantes, interesantes por ser parte del sentir y pensar de la gente agobiada por el flagelo de una delincuencia sostenida en buena parte sobre la impunidad que desde siempre prevalece en el país. Impunidad que favoreció y sigue favoreciendo a criminales que violaron derechos humanos dentro y fuera del poder estatal, a grandes corruptos y a delincuentes traficantes de lo que sea para enriquecerse. La angustia de las mayorías populares, sobre todo, necesita respuestas y resultados; no demagogia populista de cualquier signo.
La contestación a quienes cuestionan la crítica al uso de militares en la dirección y la ejecución de las políticas de seguridad pública es puntual y sencilla. ¿Parece un lamento? No, no lo parece, lo es. Y lo es porque, después de más de dos años y medio desde la alternancia en el poder, no se observan muestras de cambio en este ámbito. Lo que se ve es una continuidad y profundización de las malas decisiones que se tomaron en Gobiernos anteriores.
¿Quieren hablar de propuestas? Quizás no abundan en las esferas oficiales, porque no pasan de lo mismo o son más de lo mismo; pero eso sí, ilusionan a quienes sufren a diario la inseguridad. Pero hay las que son mucho más factibles y no se toman en cuenta. Tres de estas ya se han formulado en este espacio; son muy concretas y, sobre todo, realizables. Sencillas y realmente factibles si no se tuvieran miedos insuperables o compromisos ineludibles.
Quienes se molestan porque la UCA se haya pronunciado abiertamente cuestionando al Gobierno actual en lo que a seguridad pública respecta, contribuyen a que todo siga mal. ¿Por qué? Porque contribuyen a que crezca entre la población la demanda por algo que, a lo largo de dieciocho años y medio, ya demostró no servir más que para brindarle la sensación temporal de protección; pero no para garantizarle seguridad real y perdurable.
¿Quieren propuestas? Acá tres concretas que, desde algún tiempo, venimos haciendo no como lamento, sino como algo que debería considerarse en serio: prohíban del todo las tarjetas telefónicas de prepago para que no sigan siendo usadas desde el interior de las cárceles, aunque se molesten las grandes compañías que las venden; retiren las armas de fuego que están en manos de civiles, aunque hagan berrinche quienes las comercializan; y transformen cinco o seis cuarteles en granjas penitenciarias para rehabilitar personas privadas de libertad, aunque no le guste a la Fuerza Armada.
¿Se reducirían los homicidios y las extorsiones, así como el potencial peligro que representan quienes salen de prisión más molestos con la sociedad que cuando fueron encarcelados? Es probable que sí. ¿Por qué no probamos, entonces?