Desde que fue elegida hace ya casi tres años, la actual Asamblea Legislativa no se ha distinguido por su capacidad o servicio a la población. Pero la intervención del presidente de la República el 9 de febrero del año pasado, penetrando con abundante personal armado en el salón de sesiones de la Asamblea, fue brutal y escandalosa. Las palabras que dijo ese día tanto dentro como fuera del recinto ni fueron dignas de una democracia, ni debieron ser pronunciadas. Algunos artículos del mandatario publicados en Estados Unidos para tratar de explicar lo sucedido no hacían honor a la verdad. Por todo ello es necesario, ya pasado el tiempo, reflexionar una vez más sobre lo sucedido, pero no respaldando la denominación del “día del golpe frustrado”, que más suena a fanfarronada de la Asamblea, sino analizando la calidad de nuestra democracia.
En El Salvador hay una tendencia de larga data a identificar democracia con elecciones. Lo que se hace después puede ser un juego de aritmética legislativa y de poder presidencial para impulsar aquello que les interesa a quienes están en el poder. A partir de los Acuerdos de Paz han ido surgiendo diferentes instituciones que buscan establecer equilibrios en el juego del poder. Por supuesto, eso es bueno. Pero en la elección de las dirigencias institucionales tienen un peso exagerado los políticos con cargos en el Estado. La ciudadanía, aunque trata de tener voz en esas elecciones de segundo grado, rara vez es escuchada por las élites dominantes. Demasiadas personas en El Salvador carecen de palabra en la gestión de la democracia, lo que equivale a un tipo de exclusión de la ciudadanía que está claramente reñida con la democracia.
Ese excluir voces y necesidades ciudadanas se refleja en los serios problemas existentes en educación, salud, vivienda, pensiones y acceso al agua, y en un sistema impositivo claramente regresivo. El autoritarismo e indiferencia de los sectores privilegiados respecto a la mayoría de la población es un hecho patente y convierte a nuestra democracia en una democracia débil. La tendencia autoritaria manifestada con espectacularidad el 9 de febrero de 2020, y continuada con medidas unilaterales e inconsultas durante la pandemia, ha hecho que algunas organizaciones internacionales que dan seguimiento al tema digan que hemos pasado de una democracia débil y deficiente a un régimen híbrido, en el que hay elementos democráticos y también autoritarios antidemocráticos. Decir que se tiene mucho respaldo popular no resuelve la cuestión, porque muchos regímenes autoritarios, peores que nuestro sistema actual, han tenido el mismo o mayor respaldo popular.
Recordar el 9 de febrero nos obliga a pensar en nuestra democracia. La Constitución, inspirada en principios democráticos, pone como obligación del Estado servir y garantizar a las personas libertad, seguridad jurídica y ciudadana, justicia social, educación, salud y bienestar económico. Las limitaciones en esas tareas las conocemos todos y nos ubican en los índices de desarrollo humano en una deficiente posición 124 entre cerca de 200 países. No iremos muy lejos si no hay un esfuerzo serio que unifique vocación política con voz ciudadana, participación pública con institucionalidad, crecimiento sin desigualdad con universalidad de derechos.
Hoy, como suele pasar en las elecciones, nos dedicamos a criticar a aquellos a los que nos oponemos. Y aunque es cierto que hay que oponerse a todo tipo de autoritarismo, hay que tener también claros los objetivos de la democracia. En esos objetivos nunca han sido honestos la mayoría de quienes se dedican a la política. Al contrario, se lanzan al discurso grandilocuente, prometen, hablan de ideales y cambios, pero avanzan, cuando no retroceden, a paso de tortuga. Del desprestigio de ellos nacen las ansias autoritarias de algunos y los golpes frustrados o sin frustrar. Al final no queda más esperanza que la que formulaba Ellacuría: que el pueblo haga oír su voz. Voz centrada en la justicia social, la rendición de cuentas, el desarrollo y la negación de todo tipo de autoritarismo, incluido el exhibicionismo irracional de ocupar con armas y amenazas el salón legislativo de un país.
* José María Tojeira, director del Idhuca.