Acuerdos y situaciones críticas

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Los momentos críticos de la historia de los países necesitan acuerdos de raíz nacional, que entusiasmen y animen a las grandes mayorías. Generalmente, no bastan acuerdos entre cúpulas. Es necesario que se involucren personas de todos los sectores, que haya respaldo popular, que la gente quiera ver y participar, aunque sea festivamente, en los acuerdos que solucionan las crisis. Si ese entusiasmo no existe, las crisis se prolongan, se enturbian, dejan heridas de larga duración, producen nuevas crisis. En El Salvador, los Acuerdos de Paz fueron fruto de ese clamor popular por la paz, que comenzó en boca y mente de gente visionaria, y que poco a poco se fue extendiendo en el corazón de las mayorías salvadoreñas hasta calar, finalmente, en la cabeza de los líderes de uno y de otro bando, que querían resolver la crisis nacional a través de las armas. Personajes como Ellacuría o monseñor Rivera mantuvieron casi en solitario desde el principio de la guerra civil, y desde diversas perspectivas, pero de modo consonante, que el conflicto social, político y económico que se pretendía resolver con las armas solo podía encontrar una solución a través del diálogo. Hoy se ensalza a los firmantes de la paz, todavía vivos, que ciertamente tienen su mérito, pero se olvida o se relega a los que llevaron el peso de las propuestas de paz desde los inicios del conflicto.

Y olvidarlos es caer en una trampa. Porque la guerra civil fue causada por una triple crisis. Vivíamos en una sociedad con graves diferencias sociales; la economía se manejaba desde duros estándares de explotación, sufría una baja en el precio del café y afectaba terriblemente a los pobres; y la política estaba manejada por militares represivos y oligarquías autoritarias. La violencia estructural provocaba protestas políticas. Y reprimidas estas violentamente, se alzaban en armas quienes no veían solución desde el campo de la convivencia en una aparente democracia que estaba militarizada y que no quería escuchar a los mejores de sus hijos. Una espiral de violencia sacudía al país. En ese contexto fue asesinado monseñor Romero. Frente a esta situación, y con la guerra civil ya ardiendo, monseñor Rivera, Ellacuría y otros lograron vislumbrar que la solución violenta solamente alargaría la crisis y la haría más dura. El pensamiento de ellos y la brutalidad de la guerra civil convencieron a las mayorías y finalmente a los líderes de ambos bandos. El pueblo festejó la paz con entusiasmo. Y se montó un nuevo escenario, en el que todos aceptábamos que el diálogo era el mejor instrumento para resolver los problemas sociales, políticos y económicos.

Sin embargo, los problemas siguieron. Hubo avances políticos y de institucionalidad democrática. Pero continuaron existiendo los viejos remanentes de una sociedad clasista y que desprecia a los pobres, con sistemas educativos de muy baja calidad para las mayorías, con un sistema de salud de dos vías que distingue entre clases medias y mayorías pobres, con una ley de salario mínimo que aprecia unos trabajos y desprecia otros, dejando para muchos verdaderos sueldos de hambre. La economía ha caminado con excesiva lentitud en los cuatro últimos Gobiernos. La corrupción se institucionalizó incluso desde el tiempo en que se avanzaba hacia las conversaciones de paz (privatización corrupta de la banca). El diálogo político se ha mantenido excesivamente polarizado. La violencia y la delincuencia se han mantenido también, desde pocos años después de los Acuerdos de Paz, en niveles terriblemente duros para la mayoría de la población. Se habla con frecuencia de acuerdos nacionales, pero pocas veces se toma en serio el tema. El PNUD ha publicado excelentes estudios económicos y sociales, planteando incluso caminos de acuerdos nacionales que ayudarían a enfrentar la crisis que vivimos de un modo permanente desde mediados de los años noventa. Pero el diálogo nacional, salvo algunos intentos que pronto se desechan o desaprovechan, no avanza.

Cuando uno se pregunta el porqué de esta especie de inercia o somnolencia que lleva a no emprender con seriedad acuerdos nacionales, no acaba de encontrar la respuesta. Hay evidentemente factores de egoísmo de los que tienen comodidad, poder y riqueza. Pero falta también creatividad en las élites políticas, académicas, económicas y religiosas. Algunas fuerzas sociales que en otros momentos tenían iniciativa y presencia en el debate nacional, como los gremios y los sindicatos, han caído en una mirada centrada en los intereses propios. Los grandes medios de comunicación tienden a dar consejos generales, a repetir historias o a concentrarse en las llamadas noticias de primer impacto, más orientadas al sensacionalismo que a la reflexión de los caminos a seguir. Las burbujas de vida agradable permanecen protegidas, y quienes se mueven en ellas no parecen sentir preocupación, mucho menos pánico, por una situación excesivamente difícil para las grandes mayorías.

Sin embargo, crece en una buena cantidad de jóvenes y de personas de buena voluntad la sensación y la convicción de que esta situación no puede continuar. Que El Salvador debe revisarse a fondo desde criterios de igual dignidad de la persona, de libertad para todos y creadora de capacidades, de solidaridad eficaz y rupturista respecto a modelos de protección social que discriminan servicios según la procedencia, el trabajo o el ingreso. La idea de que hay que darle vuelta al país, que necesitamos una verdadera revolución —en el sentido no violento del término—, que las cosas deben cambiar radicalmente, se van imponiendo en las conciencias de muchos. Vivimos un momento de acumulación de fuerzas y de ideas, de esperanzas juveniles y de deseos profundos de quienes vivieron con intensidad y honestidad las luchas por la paz. Y por ello, la fiesta de los Acuerdos de Paz debe ser algo más que un festejo protocolario, plagado de lugares comunes, ensalzador del pasado olvidando el presente y el futuro. Reflexionar, caer en la cuenta de que estamos en una de esas situaciones críticas en las que se necesita pactar el cambio a fondo, es la mejor manera de recordar hoy los Acuerdos de Paz. Festejarlos, dejar que pasen las fiestas y esperar las del año siguiente, es simplemente perder el tiempo.

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