El derrotero autoritario que atravesamos es fruto de un deterioro acumulado de la frágil vida democrática por la que se venía transitando desde hace muchos años. Es decir, la situación actual es, de algún modo, fruto de la crisis de la democracia por la que atravesábamos como país y como región. Las encuestas del Latinobarómetro de 2004 indicaban que, en Latinoamérica, las personas entrevistadas que preferían la democracia respecto a cualquier otro régimen habían caído de 61% en 1996 a un 57% en 2002 (LAPOP, 2004). Ya para 2016, concretamente en El Salvador, 65.9% de las personas entrevistadas opinaron que después de los Acuerdos de Paz, en poco o nada había mejorado la democracia en el país, y un 67.4% manifestaron estar poco o nada satisfechos con la democracia (Iudop, 2017).
Otra alerta más significativa era el porcentaje de población encuestada que manifestó que incluso no les importaría que un gobierno no democrático llegara al poder si resolviera los problemas. A nivel latinoamericano, en 2002, el 44% opinó de esta manera, en 2004 ese porcentaje subió al 49% y en 2020 a un 51% de los entrevistados. Para el caso de El Salvador, en el año 2020, fue un 63% quienes compartieron esta opinión (LAPOP, 2020).
Así las cosas, el progresivo deterioro de la democracia se vincula a la capacidad o no de resolver los problemas concretos de la población. Es decir, la opinión de desaprobación gira alrededor del ámbito de la necesidad y no tanto en el ámbito del ejercicio de una ciudadanía participativa. Cuando la cotidianidad de la población gravita en torno a la premura de tener que resolver el día a día, por un lado, se dan las condiciones para que surja una figura que prometa resolver dichas crisis y por otro lado, la democracia queda mutilada del elemento esencial de la participación activa de la población en la dinámica política.
A pesar de los avances que se tenían en la dinámica democrática -elecciones libres, mejores grados de transparencia, algunos contrapesos entre poderes, libertad de expresión sin temor a persecución y amedrentamiento- también teníamos una democracia enclenque porque había corrupción, reparto de cuotas de poder entre los partidos, bloqueos a proyectos importantes para la población, etc. Pero había espacios ganados, y así es que nos podíamos enterar de muchos casos de corrupción y era posible ejercer cierta contraloría. La idea era mejorar, avanzar, no desechar la incipiente democracia y abrazar un régimen donde ni siquiera nos es posible saber la magnitud de los niveles de corrupción que se dan sobre la mesa. No se trataba de saltar del sartén para caer en las brasas.
Para Hanna Arendt la política es la democracia participativa, es el ejercicio de libertad, de diálogo, y de sentido común (el concurso de la pluralidad). En ese caso, la eliminación progresiva de la política (y de la democracia) es la desaparición del ejercicio ciudadano, la eliminación de los adversarios reales o imaginarios (eliminación de su voz, de su palabra, incluso de su vida). Para ello un régimen no democrático se vale de la violencia, en todas sus posibilidades, siendo la mentira, la propaganda y los clichés, un tipo de violencia fundamental.
Esta dinámica de un régimen autoritario busca sostenerse por la vía del adoctrinamiento, que en buena parte se vale de la exposición y creación del enemigo interno y externo, que por un lado, permite mantener la fidelidad de la población hacia el régimen para que no vuelvan al poder esos enemigos y, por otro lado, para justificar la persecución a los adversarios y de paso amenazar a quien ose confabular contra el régimen.
Si los signos de debilitamiento de la incipiente democracia, y la poca capacidad para responder a las necesidades de la población, en buena parte venían dados por la escasa y pobre participación ciudadana, de un régimen que merma y hasta anula esta participación, en vez de mejorarla y aumentarla, no se puede esperar mejores resultados, más bien todo lo contrario.
El verdadero peligro de un régimen no democrático, además de no resolver las necesidades reales de la población, es que deja instalada una dinámica de violencia in crescendo que deriva en un régimen de terror (ver el caso de Nicaragua, por ejemplo). Y es que al ser anulada la pluralidad en el espectro político terminan imponiéndose un único discurso y la voluntad de uno solo. Con cada vez menos espacios para los intereses comunes de la pluralidad, el aparato estatal pasa a ser ese espacio desde el cual avanzar a por los fines e intereses particulares del caudillo y su séquito. Ya instalados en un espacio donde los fines son el motor de las acciones, la acción violenta se ofrece como la más eficaz. Para lograr fines en el ámbito todo medio vale. ¡A por ello!, es la consigna; los intereses de los demás están de más.
* Wilmer Sánchez, de la Vicerrectoría de Proyección Social. Artículo publicado en el boletín Proceso N.° 87.