Educación para la ciudadanía

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Radio YSUCA
06/09/2010

Según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), la meta educativa en el siglo XXI para América Latina y el Caribe debe ser alcanzar una educación universal de calidad; es decir, formación buena y para todos. Esto significa al menos tres cosas.

En primer lugar, educar para el cambio: no aprender el dogmatismo, sino la tolerancia; no buscar sólo la formación para el empleo, sino para la empleabilidad; no limitarnos a la educación terminal, sino abrirnos a la educación permanente. En segundo lugar, el principio de equidad exige darle más al que arranca con menos. Por eso el Estado debe compensar la desventaja inicial de los niños y jóvenes en condiciones de marginalidad. En tercer lugar, la educación, entendida como un proceso abierto y constante, compromete a todas las personas e instituciones. El sistema escolar tiene, por supuesto, un papel esencial; pero educar es también una tarea central de la familia, las Iglesias, los partidos políticos, los medios de comunicación y las empresas que deben entrenar a su fuerza de trabajo. Sin olvidar, claro está, que la educación es, además de un derecho, un deber de todos para crecer como persona y servir como ciudadano.

En este último punto queremos centrarnos en nuestro comentario: ¿qué significa educar para el crecimiento humano y ciudadano? ¿Por qué es necesario el vínculo entre educación y ciudadanía?

Asumimos que la educación para la ciudadanía es aquella que busca humanizar y personalizar al ser humano, desarrollar sus competencias sociales y ciudadanas. En realidad, este enfoque ha vuelto a resurgir, porque ya estaba presente al menos en el documento de la Tercera Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Puebla, 1979). Allí se nos dice que la educación humaniza y personaliza cuando logra que el ser humano desarrolle plenamente su pensamiento y su libertad, haciéndolos fructificar en hábitos de comprensión y de comunión, produciendo cultura, transformando la sociedad y construyendo historia; humaniza y personaliza cuando convierte al educando en sujeto no sólo de su propio desarrollo, sino también al servicio del desarrollo de la comunidad.

Ahora bien, la educación para la ciudadanía es necesaria si se quiere un ejercicio real de los derechos civiles, sociales, culturales y económicos de la población; si se busca la existencia de personas críticas y creativas, es decir, personas que tienen criterios y buenas razones para fundamentar sus propios planteamientos y proyectos, personas que proponen alternativas de solución a los principales problemas de su comunidad o del país.

Pero hay una necesidad mayor: el ejercicio de ciudadanía es condición de posibilidad para reconocernos como miembros de la familia humana, capaz de ir más allá de los compromisos e intereses particulares. Por la ciudadanía se puede crear una identidad que vincula a personas lejanas en el espacio y en el tiempo, distanciadas por las religiones, por las clases sociales, por las etnias o por las naciones. La ciudadanía hace de los distantes, próximos; y de los próximos, hermanos y hermanas. Invocar el principio de ciudadanía es reconocer un espacio público, común y unitario; es poner a producir la idea de que todos los pueblos del mundo forman una humanidad única. Antes de ser inmigrante o extranjero, blanco o negro, hombre o mujer, somos personas con dignidad y valor comunes.

La educación para la ciudadanía nos replantea la necesidad de nuevos objetivos educativos. La educación no debe ni puede reducirse a mero adoctrinamiento, preparación profesional o a un proceso de adaptación social, sino que ha de entenderse como aquello que posibilita la participación en el quehacer del propio crecimiento y del progreso social, procesos que permiten a la persona hacer realidad sus capacidades y talentos.

Durante siglos, la enseñanza ha servido para discriminar a unos grupos humanos frente a otros. Por ello, el gran reto de la educación es ahora la centralidad y calidad de la vida, una vida digna para todos como objetivo fundamental. Cuando se esté a la altura de ese reto, podremos decir que no hay ciudadanía sin educación, ni educación sin ciudadanía.

En suma, la educación para la ciudadanía es un derecho y un deber de todos y todas. Por esta razón, la competencia educativa no se le puede atribuir pedagógicamente a un único sujeto, sea este la familia, el Estado, las Iglesias o las organizaciones sociales. Es menester que en este campo se abra paso a la cooperación entre todos los agentes sociales; se abra paso a los procesos en los que se piensa, se actúa, se crea, se habla, se escucha, se ama; es decir, se construye familia humana.

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