Cuando no hay visión de futuro, se retorna siempre a soluciones fracasadas. No sabemos cómo vencer a la delincuencia y queremos retornar a la pena de muerte. Son soluciones de viejos que piensan que "todo tiempo pasado fue mejor". Y así, sin evaluar los tiempos cambiantes y las nuevas condiciones sociales y culturales, se apuesta por volver a un pasado que ni fue mejor ni tiene las soluciones adecuadas para el presente. La lectura de la Biblia en la escuela es una de esas supuestas soluciones que miran al pasado, aunque la Biblia no sea un libro que mira al pasado sino al futuro.
En el cristianismo, en cualquiera de sus denominaciones cuando era religión oficial del Estado, la religión funcionaba como la norma moral básica; lo mismo que en cualquier teocracia, antigua o moderna. Con la democracia se separan religión y Estado, y mientras este exige únicamente normas de comportamiento universalizables, aquella pide mucha más entrega y coherencia con sus valores, aunque no todos los que somos religiosos seamos coherentes con dichas exigencias. Querer desde el Estado imponer prácticas religiosas es retroceder en el tiempo para lograr muy poco.
Frente a la posición que apoya medidas religiosas se ha alzado otra que insiste en que se retorne a la educación en urbanidad, moral y cívica. Suena un poco a viejos textos para nuevas situaciones. Los antiguos textos de moral y cívica tenían ciertamente ideas no despreciables. Pero desde el campo de la pedagogía moderna dichos textos son ladrillos intragables. La moral y cívica en aquellos libros así titulados iban desgranando tanto comportamientos morales como cívicos de un modo pesado y poco pedagógico. Los maestros o terminaban hablando de política en las clases, o imponían una lógica repetitiva y memorística reñida hoy con la pedagogía. De hecho, esas lecciones no sirvieron para nada o para muy poco. Porque el actual clima de corrupción, falta de solidaridad y violencia ha sido protagonizado, al menos en buena parte, por los que en su tiempo estudiaron esos textos.
Hoy se habla más de educación en valores. Evidentemente, se puede educar en valores desde la fe cristiana, y muy bien. Así como se puede educar en valores también desde una ética civil. Lo interesante de la educación en valores es que parte de una realidad concreta, fomenta el diálogo y el debate entre los alumnos, incita a tener experiencias en torno a comportamientos humanos dignos de tal nombre y a traer de nuevo al aula las experiencias de valores vividos en el diario actuar.
Algunos países han desarrollado textos de gran calidad, que ayudan al maestro a recorrer, según edades y necesidades del niño, aquellos valores que son indispensables para una vida democrática y civil con verdadera cohesión social. La solidaridad, la tolerancia, la actitud de diálogo, el respeto a la verdad, la libertad como capacidad para realizar el bien, la convicción de que todos somos iguales en dignidad, y otros muchos aspectos del mundo de los valores se recorren en estos textos no de un modo teórico, sino a través de ejemplos, tareas y juegos. Y es el maestro el que debe, con su capacidad pedagógica, ir conduciendo al alumno hacia conclusiones, verdades, experiencias y asimilación de las mismas que introduzcan a los niños en ese mundo de los valores del cual traen ya un importante bagaje desde el hogar y desde la sociedad en la que viven. Asimilar valores, contrastarlos críticamente con modos de vida desprovistos de valores, ayuda a crecer.
Como es obvio, para ello se necesitan maestros no sólo bien preparados, sino también con verdadera mística. Y es a estos maestros a los que hay que encomendar en la escuela esa tarea lenta, y a veces compleja, de ayudar en la asimilación e incorporación de valores a la vida del niño y de la niña. Los valores no se aprenden ni se memorizan, sino que se retoman desde la experiencia vivida, desde los ejemplos de vida y desde el diálogo. Leer durante siete minutos la Biblia a cincuenta alumnos, leerles la Constitución o leerles el Quijote no les ayudará ni a ser mejores cristianos, ni mejores ciudadanos, ni mejores literatos. Textos áridos sobre el amor a la patria y la bandera, sobre una Constitución cuyos valores se violan de hecho a cada rato, no nos harán mejores ciudadanos. Y tampoco una clase de urbanidad que enseñe a usar el tenedor y la cuchara va a mejorar en nada al que come acompañado sólo de la tortilla. El mecanismo del tenedor es lo suficientemente simple como para que se pueda aprender a usar viendo cómo lo usan otros.
Lo que puede contribuir a una verdadera educación en valores es el acercar pedagógicamente al niño y niña a los mismos. Y a los valores sólo nos acercamos a través de la contemplación de los mismos, bien en la vida cotidiana, bien en el diálogo, en el juego o en las historias de aquellas personas que unidas a nosotros en los recuerdos iluminan acciones auténticamente humanas. Educar en valores es todavía una asignatura pendiente en la educación pública, aunque no dudamos que hay buenos proyectos en algunos centros de educación privada y que algunos maestros del sector público lo hacen ya con calidad y esfuerzo. Pero un esfuerzo nacional para preparar maestros en el campo de la educación en valores podría ser positivo. No la solución, pero sí un paso más entre muchos para enfrentar la formación masificada y acrítica de nuestros jóvenes, y construir un país con convicciones democráticas más firmes y con un sentido ético más desarrollado.