El agotamiento de la liberalización pactada en 1992

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El 16 de enero de este año se cumplieron 31 años desde la firma de los acuerdos que pusieron fin al conflicto armado entre el FMLN y el Gobierno salvadoreño. Quizá por esta razón aquellos acuerdos fueron conocidos como “Acuerdos de Paz”. Ya solo por este hecho tuvieron una relevancia social y política de la cual reniega el Gobierno actual. Pero hay que poner en su justo lugar y medida a dichos acuerdos para, por un lado, no pedirles lo que no podían dar y, por otro, no caer en el anacronismo de juzgarlos a partir de los problemas actuales del país.

La firma de unos acuerdos que darían fin al conflicto militar suponía eliminar las causas que le dieron origen. ¿Cuáles fueron esas causas? Hay quienes enfocan en variables económicas y dicen que el conflicto estalló por la pobreza y miseria en que vivía la mayoría de la población salvadoreña, especialmente la campesina. Hay otros que se centran en variables sociales como los bajos niveles de acceso a la educación, la salud, la vivienda, etc. Y hay quienes dirigen la mirada hacia variables jurídico-políticas como la violación a derechos humanos, la represión, los fraudes electorales, etc. Juntando todas estas visiones se tendría que llegar a la conclusión que las causas fueron múltiples. ¿Contempla esta multicausalidad el contenido de los acuerdos de Chapultepec?

Es evidente que la respuesta a dicha pregunta ha de ser negativa. Un análisis de los Acuerdos de Paz pone de relieve que el foco está en variables de índole jurídico-política. El resultado es una reforma política que debía implementarse para superar las condiciones jurídico-políticas que estaban en el origen del conflicto. De hecho, los Acuerdos son el resultado de un largo proceso de diálogo y negociación política, cuya última fase se abrió paso a raíz de la ofensiva militar del FMLN desatada el 11 de noviembre de 1989.

¿Qué es lo que se negoció? Ciertamente, una salida pacífica al conflicto en lugar de una salida militar. Para propiciar esa salida había que remover aquello que estaba en el origen. Institucionalmente hablando, se puede decir que aquello que había que remover era el régimen autoritario de corte militar que prevalecía en el país desde 1930. Dicho régimen se basaba en la exclusión política y la respuesta violenta contra cualquier intento de transformación del orden económico al que el régimen servía de soporte. Aunque se revestía de una formalidad democrática, es decir, se reconocían constitucionalmente derechos civiles y políticos, los militares gobernaban haciendo caso omiso de los límites que las distintas constituciones vigentes les establecían. Cometían fraudes electorales, realizaban elecciones con un solo candidato, no permitían la organización campesina, reprimían manifestaciones callejeras, perseguían opositores hasta su desaparición o asesinato, en fin, violaban los derechos humanos. Según la Proclama de la Fuerza Armada, dada a conocer a raíz del golpe de Estado del 15 de octubre de 1979, aquellos gobiernos militares habían sido, además, corruptos. Todo esto es lo que había que remover junto a la estructura bélica, tanto de los insurgentes como estatal, que se desarrolló en el contexto de la guerra civil.

La superación del régimen autoritario resultó en una liberalización política, no necesariamente en la instauración de un régimen democrático. La transición política salvadoreña que había iniciado con aquel golpe de Estado tenía un punto de inicio seguro, pero un final incierto. Los “doce” años del conflicto armado expresan la incertidumbre sobre el punto de llegada. Para los más optimistas, se trataba de una transición hacia la democracia; para los menos optimistas, la transición era hacia otro tipo de régimen que había que determinar. Se puede decir que había un acuerdo respecto al punto de partida: un régimen autoritario, una dictadura militar. Pero el final de la transición quedaba abierto con tres escenarios probables: un régimen autoritario de nuevo tipo, un régimen democrático o un régimen híbrido, es decir, uno basado en una mezcla de elementos democráticos conviviendo con elementos de corte autoritario. En la dilucidación del tipo de régimen resultante de la transición es donde cobra importancia cognitiva la distinción entre liberalización y democratización.

En términos de procesos de democratización, la liberación puede considerarse como la etapa inicial del proceso. Se abren espacios para la participación política de la oposición anteriormente proscripta; se garantizan libertades cívicas como la libertad de expresión, de organización, de movilización; se realizan elecciones libres y competitivas en las que realmente está en juego el poder político; se respeta la privacidad de las comunicaciones y la inviolabilidad de la morada, etc. La apertura puede ser gradual, y así fue en El Salvador si el proceso se observa desde la elección de Asamblea Constituyente en 1982. Poco a poco se fue aceptando la participación política de todo el espectro ideológico. Las reformas constitucionales de 1991, la creación de una nueva autoridad electoral, la transformación del frente guerrillero en partido político y la realización de las elecciones generales de 1994 fueron medidas para culminar la liberalización del régimen. Su democratización implicaría algo más.

Los resultados de las elecciones de 1994 condujeron a un reparto de poder político en el que la otrora guerrilla obtuvo una cuota importante. Convertida en segunda fuerza política-electoral, su influencia fue creciendo cada vez más a medida que la organización se territorializaba en zonas urbanas a lo largo y ancho del país. Junto con Arena, el FMLN adquirió predominio político-electoral a medida que se iban realizando elecciones nacionales y municipales. Entre 1994 y 2018 se realizaron cinco elecciones presidenciales y nueve elecciones de diputados y concejos municipales. Las mismas cumplieron los estándares internacionales para calificarlas como elecciones libres y competitivas. El sistema político se había estabilizado bajo el predominio del binomio Arena-FMLN. Pero esa estabilización no implicaba necesariamente que el nuevo régimen fuese democrático. Esa estabilización podría leerse más bien como un estancamiento del proceso democratizador en su fase de liberalización.

Y el estancamiento devino en agotamiento. Desde 2018, El Salvador vive una fase de agotamiento de la liberalización lograda con los acuerdos de 1992. Las fuerzas autoritarias que permanecieron como enclaves en el nuevo régimen —impidiendo, por ejemplo, el control sobre los funcionarios y gobernantes, y sobre la corrupción al más alto nivel— han acabado imponiéndose. Lejos de una democratización, el país recorre un camino de autocratización y un nuevo régimen autoritario podría consolidarse a partir de 2024.

 

* Álvaro Artiga González, docente del Departamento de Sociología y Ciencias Políticas.

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