Cansada de ver y oír tanta propaganda electoral falaz, llena de promesas sin sustento y cara a más no poder, a cualquiera con un mínimo de sensibilidad no le queda más que indignarse ante un hecho que es —o debería ser— un disparo al corazón de una nación con una herida abierta: la de la injusticia social lacerante y dolorosa. ¿Quién puede leer sin inmutarse, como una noticia más, que una mujer haya decidido lanzar al mar a sus dos hijos y después hacerlo ella misma para dejar de seguir sufriendo en la miseria, la exclusión y la desigualdad? Lamentablemente, quizás mucha gente. Ese es el problema en El Salvador de hoy: pasan cosas terribles que sin duda producen indignación, pero no mueven a la acción. La salvadoreña corre, cada vez más, el peligro de convertirse en una sociedad sin corazón.
Hace unos días, a sus 35 años, Ana Elizabeth Ortiz Sánchez decidió poner fin a una existencia llena de privaciones, que la tenía hundida en el precipicio de la muerte lenta. No pudo soportar más su calvario ni quiso que sus dos criaturas (Alison Elizabeth Ortiz y Luis Alberto Sánchez Ortiz, de tres y dos años, respectivamente) lo soportaran: el de sobrevivir en la precariedad, después de haberse acostumbrado a recibir una remesa mensual. En efecto, el compañero de vida de estas víctimas de la exclusión y la desigualdad insolentes fue reduciendo poco a poco los "pobredólares" —como los llamaba Segundo Montes— que enviaba para su manutención. ¿Por qué? No importa la causa. Lo que interesa es poner el dedo en la llaga: lo volátil de este recurso como garantía de estabilidad económica para quienes se quedan acá, dependientes de la buena voluntad del proveedor a distancia o de que el amor no se apague.
Sin dinero para mantenerse y mantener a su familia, Ana Elizabeth Ortiz Sánchez vendía punches en Metalío, Sonsonate. ¿Cuántos cangrejos tenía que vender para ir pasando los días junto a su hija e hijo? ¿Cuántos para darles de comer y dónde vivir, vestirlos y comprarles medicinas al enfermar? ¿Diez, veinte, treinta al día? Pero hay otras interrogantes. ¿Cuántos punches habría que juntar y vender para pagar tan solo un anuncio de Arena, del FMLN o de Unidad en su desenfrenada carrera electorera? ¿A cuántos equivaldría el costo del anuncio dentro esa intolerable propaganda presidencial, donde se presenta a dos adultos mayores casi beatificando a Mauricio Funes y anticipando que la sociedad entera llorará su partida, además de sentir que por fin ya tiene pisto? ¿A cuántos será equivalente esa larga y machacona publicidad de ALBA petróleos?
Para glorificarse unos y otros con méritos que quizás no tienen o que no son tan grandes como presumen, se gastan millones de dólares; para pavonearse por las obras que dicen haber hecho, derrochan mucho más; para convencernos de que debemos venerarlos, sin argumentar por qué, compran horas y horas en los medios de difusión; para venderse como los únicos capaces de llevarnos de la mano —porque solos no podemos— y guiarnos al paraíso que desde el fin de la guerra nos vienen prometiendo unos y otros, no se miden en gastos. Mientras, el pueblo con el que unos y otros dicen estar comprometidos muere de hambre y de enfermedades curables; ese pueblo por el que aseguran estar dispuestos a "sacrificarse" en el Gobierno en caso de salir "favorecidos" con el voto. La gente, a la que atosigan con falsas promesas sin sustento y a la que le mienten con descaro unos y otros, se sigue yendo del país para buscar lo que acá no encuentran, pese a los riesgos en la travesía. Porque acá, pasados casi 22 años de haber terminado su guerra, unos y otros no pudieron o no quisieron atacar de raíz los males mayores que agobian a ese pueblo: el hambre, la violencia y la impunidad.
Visionario y vigente como siempre, Segundo Montes alcanzó a prever en parte la realidad de la humilde vendedora de punches que, cansada de estar sola en su pobreza, decidió dejar esta vida para no seguir sufriendo junto a sus hijos. Lo hizo al advertir que las familias de los salvadoreños en Estados Unidos se estaban "acostumbrando a depender en gran medida de las remesas que les envían, y frente a la crisis económica y el desempleo imperantes, muchas de ellas están graduándose en la escuela de la dependencia pasiva". En esa escuela se graduó Ana Elizabeth Ortiz Sánchez y ejerció como tal hasta que, para su mal, se rompió el vínculo que mantenía a su compañero de vida enviándole dinero mensualmente.
¿Ha dicho algo sobre este caso alguno de los candidatos? Si lo ha hecho, no fue con el suficiente volumen y la necesaria entereza. ¿Le ha movido el corazón a alguno de ellos? Quizás no, porque en la campaña lo que cuenta son los besos y abrazos para la foto y la imagen. ¿Qué piensan hacer y qué proponen ante este fenómeno? De lo primero, no piensan más que en enganchar al votante; de lo segundo, más de lo mismo. ¿Seguirán sin hablar en serio de la pobreza y la migración, de la inseguridad y la violencia? Seguro que sí. Por más de dos décadas, unos y otros han llevado por mal camino al país desde los gobiernos municipales y del central, desde la Asamblea Legislativa y las instituciones que controlan; unos y otro han impedido que se imparta justicia y se fiscalice la hacienda pública, fomentando así la corrupción y otras arbitrariedades.
"No es tiempo todavía de cantar victoria por la vigencia de los derechos humanos", escribió Montes al final del último de sus textos publicado por la UCA. Atinada aseveración. Y seguirá sindo verdad mientras el destino de El Salvador siga en manos de la politiquería barata. Sin embargo, el jesuita cerró su idea asegurando que tampoco era "tiempo aún para la desesperanza". Cierto también, porque ahí están las víctimas del hambre y de la sangre, como también de la impunidad. Son cientos de miles y están ahí. Solo falta que despierten y no para tirarse al mar, sino para volar alto, muy alto.