Recientemente, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) informó que el hambre aumenta en el mundo, y no sólo en los países pobres, sino también en los llamados países desarrollados. Según Jacques Diouf, director general de la FAO, actualmente hay en el mundo mil millones de hambrientos, un sexto de la humanidad. Son 100 millones de personas más que las calculadas en el último informe de la FAO.
De este reciente informe destacamos tres datos significativos. Primero, en la presente coyuntura, ninguna parte del mundo es ajena al aumento de la inseguridad alimentaria. Segundo, el aumento más significativo —de más del 15 por ciento— se ha verificado en los países desarrollados; mientras que en el África subsahariana fue de casi 12 por ciento y en América Latina, más del 12 por ciento. Tercero, este aumento del hambre a nivel planetario no es, según la FAO, consecuencia de cosechas poco satisfactorias, sino de la crisis financiera y económica mundial que ha reducido las rentas, ha aumentado el desempleo y ha reducido ulteriormente las posibilidades de acceso a los alimentos de los pobres.
Que ningún país se vea ajeno al hambre y que incluso en los países ricos haya un crecimiento de la misma —el Norte también tiene su Sur— ya venía siendo anunciado por estudiosos de la economía mundial. Luis de Sebastián —de grata recordación y admiración— lo señaló hace más de un década cuando planteó que en Estados Unidos más de un millón de ciudadanos adultos estaban desnutridos y uno de cada cuatro niños en edad de crecer pasaba hambre. El hambre en Estados Unidos tenía un rostro predominantemente negro, hispano y juvenil. En ese momento, la causa de que esto ocurriera no era la crisis financiera, pues el sistema se vanagloriaba de sus éxitos económicos; la causa estaba precisamente en esos éxitos: mientras que millones de ciudadanos del campo y de las ciudades pasaban hambre, una pequeña élite de tecnócratas, empresarios y directivos empresariales atesoraban los beneficios de la nueva economía global basada en la indiscutible economía de mercado.
Pero, más allá de las cifras, que deberían resultar escandalosas, ¿qué significa tener hambre? Cuando alguien dice "tengo hambre" puede querer decir al menos dos cosas. Por un lado, puede significar que alguien que no ha comido siente hambre, por otro, en ciertos países —como el nuestro por, ejemplo— tener hambre es padecer hambre de manera crónica. En el primero de los casos se trata sólo de un hambre a corto plazo; mientras que en el segundo se trata de un problema a corto, mediano y largo plazo, relacionado la mayoría de veces no tanto con la disponibilidad de alimentos, sino con la falta de acceso a alimentos disponibles por vivir en una situación de pobreza.
Cuando el hambre es crónica —producto de una condición social—, el cuerpo desarrolla problemas en órganos específicos como los riñones, el intestino y, por último, el corazón. La falta de alimentos lleva a una pérdida de peso y, por tanto, a una pérdida de proteínas en los riñones, en el hígado, en los músculos, en el cerebro. En una palabra, la vida —la vida sin más— se vuelve inviable y vulnerable cuando no se tiene acceso a la alimentación básica. Y la desnutrición, producto del hambre crónica, suele comenzar desde antes de nacer, ya que la mala alimentación de una mujer embarazada provocará bajo peso del bebé y le predispondrá así a una muerte prematura.
En países como El Salvador, la causa del hambre rara vez se debe a la escasez de alimentos, sino más bien a una disminución del poder adquisitivo. La comida está allí, pero la gente no puede pagarla. Para las personas que viven con un ingreso medio, el alza de los precios de los alimentos puede hacer necesario reducir la atención médica y el ahorro para la pensión; para los que viven con dos dólares al día, significa menos carne y tener que sacar a sus hijos de la escuela; y para los que viven con menos de un dólar diario, el aumento de los precios de los alimentos significa tener que vivir sin carne ni verduras para conseguir solamente cereales. Para los más pobres, aquellos que tienen que vivir con menos de 50 centavos de dólar al día, es una tragedia.
Similar tragedia contó Jesús de Nazaret en aquella parábola del rico epulón y del pobre Lázaro. También ésta considera pobreza y riqueza bajo la perspectiva de la falta o sobreabundancia de alimento: el rico "celebraba todos los días espléndidas fiestas"; el pobre "deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico". La parábola se repite hoy, entre nosotros, a escala mundial y nacional. El mayor pecado contra los pobres y los hambrientos es invisibilizarlos, llevarlos a la inexistencia, es decir, no hacerse cargo de su realidad e ignorar las causas históricas que siguen produciendo su exclusión social.
Eliminar o reducir el injusto y escandaloso abismo que existe entre los saciados y los hambrientos del mundo es una de las tareas más urgentes que tienen los hombres y mujeres de la dirigencia política y económica, y la ciudadanía en general. El escándalo del hambre es inaceptable en un mundo que dispone de bienes, de conocimientos y de medios para superarlo.
Este afán de superar semejante injusticia fue expresada por Jesús de Nazaret cuando proclamó: "Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados". Esa proclamación la hizo en un contexto político altamente explosivo de su tiempo, en el que los poderosos romanos establecían el derecho. Esta bienaventuranza es una invitación a trabajar seriamente, sin demagogia ni protagonismo banal, en la lucha por la vida del pobre.