En El Salvador tendemos a tomarnos las cosas demasiado a pecho o demasiado en broma. Y la política, que tiene siempre rasgos desmesurados, aquí y en muchas partes más, nos mueve casi siempre a la burla total o a la condena furiosa. La vía intermedia del humor apenas se utiliza. Y digo vía intermedia porque entre el humor y la burla hay una buena diferencia. La burla tiene siempre una dosis de desprecio. El humor parte de la convicción de que los seres humanos amamos con frecuencia la desproporción, y aun en medio de la incrédula sonrisa, guarda siempre algo de simpatía por el que afirma o hace algo que se sale de la razón. De un loco se puede reír uno con desprecio o con cariño. El humor corresponde a lo segundo.
La burla rompe relaciones con el burlado; el humor no, aunque el que ha sido objeto del comentario se sienta molesto y rompa por su parte la relación. En ese sentido, añadir a la política un poco de buen humor es necesario. Cuando el diputado Mario Valiente dice, y lo repite, que va a salir con un rifle a la calle, es mejor preguntarle por las dioptrías que tiene antes que ponerse serio con él. Las contradicciones son tantas que si se toman con cierto humor, pueden dar ocasión a la creatividad. El Sr. Daboub, por ejemplo, podría ser el personaje de un cuento simpático, preocupado hasta la obsesión por Alba Petróleos, pero desinteresado por las trampas que hacen a la ley de competencia las gasolineras, harineras, gaseras y otras grandes empresas salvadoreñas. Un curioso personaje de cuento que, como los daltónicos, no percibe unos colores, pero sí ve otros. Y que se debe mirar hasta con cariño, sabiendo que su parloteo al final no arregla nada y que es parte de un juego de niños, empeñados en decir ilusamente "yo puedo más que tú". Seguirle el juego, como a veces hacen algunos de sus oponentes, es darle demasiada importancia a algo que necesita el desahogo de la sonrisa, más que la invectiva y el insulto.
La Asamblea Legislativa, con sus asesores y asesoras (no olvidemos el género, que también tiene sus bemoles en estas circunstancias), nos ofrece un enorme campo para la imaginación. Personajes preocupados solemnemente por la Constitución de la República, de verbo sonoro y actitudes firmes, con más fuerza en el hablar que en el pensar, y con una asombrosa capacidad para mentir y creer sus propias mentiras. Cómo no ver con cierta misericordia a estos que creen que hacen historia y que difícilmente quedarán en ella. Repelentes a veces, pero personas siempre, preocupados por un mundo artificial de negociaciones y esfuerzos que cuando dan buenos resultados se asustan, y que cuando no los dan parecen alegrarse. Pueden elegir una Sala de lo Constitucional, según ellos histórica, para pelearse casi inmediatamente con ella y hablar sonoramente de cambiarla sin atreverse a hacerlo. Sabiendo en el fondo que si la cambiaran, pasarían de la comedia a la tragedia. Y, por supuesto, la comedia va más con su idiosincrasia. Cómo no tomarlos con cierto humor si al final se corresponden con una naturaleza humana tan dada a la limitación y a la exaltación.
Y cómo no ver también con humor al sistema judicial. Buenas personas que compiten por ver quién manipula mejor las leyes. Si competir es de humanos desde siglos inmemoriales, no podemos negarles ese derecho a rivalizar en torno a un lenguaje poco inteligible y plagado de citas en latín, una lengua que ellos mismos no entienden, pero que da un aura de supuesta inteligencia. Cualquier crítica rebota en la coraza de una fraseología rebuscada destinada únicamente a dar la razón a quien la maneja. Tomarlos demasiado en serio los engrandece. Es mejor verlos como nos vemos todos los seres humanos: pequeños, ridículos a veces, con pretensiones de verdad, de honor y de grandeza, pero con necesidad urgente de mirarnos en el espejo y contemplarnos como seres necesitados de un mínimo de calor humano. Tal vez consigamos más ayudándoles a ver su pequeñez y sus ridículos esfuerzos por justificar lo injustificable, que entrando en un debate en el que las palabras se usan más como espadas que como razones.
El humor no elimina la crítica, pero la hace más humana. Nos ayuda a entender que la solución perfecta no existe y que nuestros avances se van dando siempre a través del ensayo, el error y la superación parcial de los errores. Superación que tiene a su vez nuevas insuficiencias. Cuando alguien opina que tiene toda la verdad y piensa que quien se le opone permanece en errores definitivos y absolutos, repite con frecuencia los errores que dice querer corregir. Los revolucionarios rusos que luchaban con empeño contra la policía zarista, terriblemente cruel y represiva, terminaron fundando la KGB. Y los demócratas estadounidenses que hablaban de igualdad de oportunidades y derechos de la gente no tuvieron ningún empacho en participar en crímenes a través de sus sedicentes agencias de inteligencia. La oposición radical, venga de donde venga, lleva casi siempre a repetir los mismos errores que se critica en el contrario.
Un poco de humor en la política, tomándonos a bien las críticas que se nos hacen, nos humaniza. El orgullo y la prepotencia, la burla absoluta, no llevan más que a mantener paralizadas las posiciones. El humor, en medio de la crítica, ayuda a verse y a vernos como personas, equivocadas demasiadas veces, risibles con frecuencia, pero con deseo de encontrar caminos. Caminos que nosotros mismos construimos siempre con deficiencias y que debemos mejorar y, sobre todo, ayudarnos a caminar sin que nadie se quede forzosamente al margen.