El sacerdote que no le falló a su gente

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Álvaro Montenegro
06/09/2022

Ricardo Falla Sánchez, sacerdote jesuita, cumplió 90 años el 30 de agosto pasado. Buena parte de esas décadas las ha invertido en sembrar conocimiento, explorar los vericuetos violentos de Guatemala, atender a los feligreses más olvidados. En este 2022, cuando los días se pierden volátilmente entre el ciberespacio, invito a recordar un episodio de la vida del padre Falla: cuando en el departamento de Totonicapán le celebraron sus 50 años de apostolado.

Era un día sin sol de 2014, en época de lluvia, momentos de siembra. Entre un camino serpenteado, nos dirigíamos de madrugada rumbo a Santa María Chiquimula. El camino era una ruta angosta que bordeaba las montañas entre subidas desde las cuales se veía la planicie parchada del valle: legumbres y siembras entre un tablero de ajedrez en diversos tonos marrón, con surcos en medio esperando las semillas. Una ruta cansada y repetitiva. Se asomaban casas de adobe y teja, y olía el humo de leña en medio de los árboles. Contrario a la paz percibida, yo recordaba lo que había leído sobre estos rincones, vistos, desde la ciudad cínica, como lejanos e irrelevantes.

Hacía treintipico de años, esta área había sido parte del epicentro de la guerra interna. Fusiles, sangre, gritos, una interminable noche cuchillera sobre las tierras del occidente altiplano, verde e inocente. Tantos huesos por ahí desaparecidos, carcomidos por el tiempo. Pensaba en esto mientras seguíamos en la carretera como culebra que nos conducía al santuario, a la iglesia que estallaba de algarabía.

El padre Ricardo, el padre escritor, antropólogo, jesuita, cumplía nada menos que cincuenta años de apostolado, cincuenta años del día en el que fue ordenado sacerdote en 1964 en Innsbruck, Austria. Ricardo Falla estudió en Europa, en Texas, en Ecuador, en Chile, de la misma forma que anduvo en Ixcán (una tierra de desterrados) o como se le ve en el centro de la ciudad de Guatemala, con la serenidad de un misionero. Puede cargar una mochila sobre el brazo y una gorra negra frente a la parroquia de San Sebastián (donde le deshicieron el cráneo a monseñor Juan Gerardi), así como luciría una elegante vestimenta sacerdotal en la iglesia a la cual nos acercábamos.

Al padre Falla le dicen Fallita quienes lo conocen desde cuando acompañó a los pueblos destrozados. Las pugnas suelen capturar a las personas entre vendettas y el fin ulterior se olvida; la jugada inmediata parece lo único digno de atención. Esto no sucede en quienes los pasos los dan, como Falla, en el sentido de una voluntad superior forrada de gracia y de servicio; saben que cumplir los principios es duro y a veces conlleva sufrimientos que deben encararse para honrar el amor más auténtico. La historia de un gran amor, titularía Falla su libro, en referencia a las comunidades a las cuales abrazó sin límites.

Al llegar a la iglesia de Santa María Chiquimula, llovía, y corrimos a guarecernos a la casa parroquial, donde decenas de mujeres cocinaban huevos revueltos con frijoles y tortillas. Amablemente nos sirvieron la comida para que desayunáramos sobre unas bancas y mesas de madera. Preparaban con pasión las viandas para el almuerzo, pues era un día de fiesta y se esperaba gente de los poblados más escondidos.

Tardó en empezar la misa, que no se celebró dentro del edificio eclesial sino en la parte exterior, frente al atrio, debajo de unos toldos. Estaban arreglando alguna parte de la iglesia y, contrario a lo que se pensaría, que la misa haya sido afuera aportó un componente de más cercanía e intimidad. La lluvia caía y las siembras y las legumbres agradecían el agua.

Al arrancar la ceremonia, monseñor Julio Cabrera llevó el liderazgo. Estaban otros obispos a su lado. Al adentrarse en la homilía, el padre Cabrera se enfocó en una cuestión histórica, humana, de verdadero sacrificio. Recordé las cátedras de un profesor de teología cuando nos mostraba a un Jesús desnudo de adornos y nada edulcorado, un ser humano imperfecto y retador de las estructuras políticas que, como todas, han sido siempre injustas.

Contó Cabrera cómo Falla se perdió en las montañas peligrosas junto a las comunidades de población en resistencia (CPR), que debieron huir de la guerra que las acosaba y que desmembraba familias; ellas requerían de ayuda de toda índole, pero sobre todo un respaldo espiritual que el padre Ricardo tuvo la disposición y la responsabilidad de dar.

Falla se fue por mucho tiempo y ahí vio de todo y conoció a muchos y muchas, que llegaron ese mañana a celebrarlo a la iglesia. Cuando se perdió entre las montañas remotas, adoptó el sobrenombre de “Marcos”, como el evangelista, cuya obra se desarrolla en un contexto en el que el cristianismo era considerado un movimiento casi subversivo y fue perseguido por el régimen imperial de Nerón. Como Marcos, el padre Falla escuchaba historias terribles para relatarlas. Se convirtió en un canal de los sobrevivientes. Las masacres existieron tras haber sido reveladas por Falla.

Cierta vez se le perdió una libreta en la que estaban apuntados los bautizos y casamientos, entre otras actividades propias de su labor sacerdotal. La libreta cayó en manos militares y por ahí le endilgaron la leyenda de que era comandante guerrillero. Lo cierto es que desde los muchos apuntes que recabó se destaparon Las masacres de la selva, como le llamó a su libro fundacional, que parecía un cuento grotesco de ficción severa, pero, para nuestra desgracia, constituía una verdad terrorífica que debía ventilarse.

Durante la homilía, el padre Ricardo habló, agradeciendo en idioma maya-kiché y en castellano, con el tono didáctico y ciertamente irónico de siempre. Recordó anécdotas de masacres en las que estuvo cerca, de niños de las CPR a los que el Ejército les quemó sus aldeas y les degolló a sus padres. Muchos de ellos viajaron hasta la iglesia a celebrar al padre. Estas narraciones goteaban angustia, pero esa podredumbre se secaba poniendo al sol la tristeza.

Hablaron víctimas que detallaron ataques donde “mataron hasta el perro” y que por puro milagro —para poder dar “la buena nueva” de la vida, diría el mismo Falla— sobrevivieron gracias a la osadía de escaparse entre el bosque o porque se escondieron bien. Víctimas que lograron destilar su verdad. Esa verdad que, como dijeran las Escrituras, ha permitido cierta liberación. Estos testimonios nos conmovieron con llanto a los cientos de personas que peregrinamos hasta la iglesia de Santa María Chiquimula.

Al terminar la ceremonia, se hizo una larga fila de quienes llegaron desde las pequeñas y refundidas aldeas, donde no hay Estado, donde no importa qué presidente gane, pues todo sigue más o menos igual. Caminaron con regalos (comida, frutas, tejidos) para festejar a quien los acompañó en los peores días. En esos instantes cuando nadie quiere saber de uno, ahí estuvo Falla, el apóstol, el antropólogo que al ver esta realidad imposible no pudo más que escribirla, como un llamado imperante del destino. Yace la historia de Guatemala en los libros del padre Ricardo, quien ha practicado eso de que el corazón de la Iglesia no está en las catedrales y quizá ni siquiera en los ritos, sino en el pueblo; Iglesia que camina sembrando justicia y esperanza para los más ignorados.

 

* Álvaro Montenegro, periodista guatemalteco.

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