El secreto de Estado ha sido históricamente una de las argucias del poder más sucias y tramposas en la vida política. Hoy se ha producido una verdadera tormenta a raíz de la publicación de informes diplomáticos estadounidenses por parte de WikiLeaks. Al final, lo único que ha hecho esta organización es dar visibilidad a lo que las personas informadas ya sabíamos. Dentro de la diplomacia hay gente inteligente, pero hay también personas bochornosamente ignorantes o dependientes de sus prejuicios y concepciones ideológicas. Cuando desclasificaron parcialmente algunos papeles que hablaban del Caso Jesuitas, las pésimas apreciaciones de los diplomáticos norteamericanos, varios de ellos de carrera, mostraban no solo ignorancia, sino con frecuencia deseo de engañar, ocultar datos y desprestigiar personas. Y no solo estadounidenses: algunos informes tramitados desde la embajada española mostraban una apabullante simpatía hacia los militares y un claro intento de ocultar su responsabilidad en el asesinato de los jesuitas.
Para evitar vergüenzas, a los Estados les gusta desclasificar papeles quince, veinte o más años después. Lo que ha hecho WikiLeaks es simplemente anticiparse. Pero al mostrar el desacierto con el que suelen administrar la información quienes tienen poder en la actualidad, ha despertado también la cólera de quienes manejan los hilos de la diplomacia internacional. Una cólera que no hace más que exponer la cara hipócrita de quienes dicen ser trasparentes, pero que al mismo tiempo no resisten que alguien ponga sus cartas sobre la mesa.
Y así, al director de WikiLeaks le han acusado de traidor. Se olvidan estos funcionarios, que con tanta facilidad se rasgan las vestiduras, que no es correcto —democráticamente hablando— mantener oculto en privado lo que no se puede defender en público. Pretender ser perfectamente presentable en público e impresentable en privado no es más que un acto de mentira e hipocresía que más perjudica que enaltece a la diplomacia. El ciudadano paga al funcionario para que sea decente, y no para que ande con estos jueguitos de comportarse con educación en público y algo malcriadito en privado. Ocultarse, mantener información secreta sobre temas que ni siquiera son militares, no es más que abundar en un tipo de actitud que se acerca demasiado a la corrupción. Pues también los corruptos buscan el secreto con el mismo afán que estos diplomáticos, más dedicados al chisme que a una información veraz.
El Estado no puede ponerse por encima del ciudadano. Y cuando se abusa del secreto, el predominio del Estado es evidente. En nuestro país, la cultura del chambre se construye sobre la falta de transparencia. Afortunadamente, el FMLN, CD y Arena se han puesto de acuerdo, no así GANA, PCN y PDC, para aprobar la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública. Es este un paso importante para prever la corrupción en los entresijos del poder. Y un paso importante también para entender todos que el funcionario debe rendir cuentas a la ciudadanía y no convertirse, como se ha acostumbrado, en un privilegiado que puede permanecer, si quiere, impune e indiferente ante los deseos del ciudadano.
Todavía quedan entre nosotros demasiados funcionarios que piensan que están por encima de las leyes. En las discusiones que se tienen con la Sala de lo Constitucional, todavía se percibe que algunos diputados, e incluso algunos magistrados de otras salas de la Corte Suprema, creen que se les recortan sus derechos cuando se aplica la Constitución sin consideraciones políticas y sin servilismo a los poderes establecidos. Cuando las leyes no sirven, lo mejor es cambiarlas. Pero entre nosotros preferimos muchas veces dejar la ley como está y no cumplirla. Tal es el derecho constitucional a la indemnización por retardo judicial, que no se cumple nunca, a pesar de que los propios magistrados de la Corte Suprema afirman que hay mora, es decir, retardo, en casi todos los ámbitos del sistema judicial. Mantener leyes para no cumplirlas, y más si eso se da en la Constitución, no es el mejor modo de honrar a la democracia.
Este modo de pensar y de actuar debe desaparecer si queremos realmente avanzar hacia una democracia que se pueda llamar digna. El sistema judicial es oscuro, falto de trasparencia, poco ágil, sin la atención adecuada a las personas. Nada impide hoy que un juicio pueda seguirse dentro de un sistema computarizado en tiempo real. Y que tanto los acusados como sus familiares puedan percatarse de cada paso que se da y sus consecuencias. Sin embargo, todo queda todavía en manos de abogados que hacen dinero apoyándose en la oscuridad y falta de trasparencia del sistema. La Asamblea tampoco tiene modos trasparentes de actuar. Los madrugones, las negociaciones internas, las decisiones sin discusión previa, tanto al interior de la Asamblea como con la ciudadanía, muestran un panorama simplemente oscuro. El Ejecutivo carece también de la transparencia adecuada. El hecho, mil veces repetido, de que el Organismo de Inteligencia del Estado no aparezca en el Presupuesto es todo un símbolo no solo de falta de transparencia, sino de descuido frente a los deberes constitucionales del propio Ejecutivo.
La Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública no solucionará todo. Pero contribuirá, sin duda, a crear una nueva cultura de responsabilidad y participación democrática, y de exigencia ciudadana. En el contexto de instituciones oscuras, el paso es positivo y nos ayudará a todos, ciudadanía y poderes del Estado, a tomarnos más en serio la democracia. Ojalá que sin necesidad de WikiLeaks criollos.