Entre el miedo y la desidia

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Proceso
31/03/2022

Más de ochenta asesinatos en tres días. El pasado fin de semana, El Salvador volvió a sufrir otra ola de violencia. Las pandillas han expresado un cruento mensaje. Han reafirmado que son ellos quienes realmente detentan el control territorial en todo el país. Por su parte, la respuesta del Ejecutivo, a través de la subordinación del Órgano Legislativo, ha sido la misma estratagema mediática implementada durante cada situación de emergencia o crisis. Un show mediático centrado en la figura mesiánica-autoritaria, en las ineficaces acciones de “mano dura” y en la  militarización de la seguridad pública. Todo esto agravado con un régimen de excepción de 30 días que, lejos de contener la violencia, ha llevado a distintas muestras de abuso policial y militar.

La población salvadoreña se encuentra desprotegida. Buena parte de la ciudadanía vive en zozobra, en riesgo. Ya sea víctima de la violencia social provocada por las estructuras criminales o víctima de la arbitrariedad, la discriminación y la violencia estatal. Las medidas represivas adoptadas por el presidente y su gabinete no solo han sido ineficaces en anteriores ocasiones, a casi dos décadas de estar siendo implementadas, sino que constituyen el mejor caldo de cultivo para perpetuar la cultura de la violencia, el odio y la impunidad que impera en la sociedad salvadoreña. Además, como lo ha señalado recientemente Human Rights Watch, el estado de excepción abre la puerta para que se sigan cometiendo violaciones de derechos humanos. Las abundantes capturas en los últimos días, la soberbia castrense, la intimidación a personas mayores o a menores de edad o la agresión a periodistas ni son sinónimos de efectividad, ni garantizan protección, ni mucho menos se acercan a la solución de este problema estructural. Son una prueba fehaciente de la desidia y la improvisación.

Si bien es cierto, la principal consecuencia de la situación actual son las víctimas directas de esta violencia, la retórica del gobierno y sus cajas de resonancia normalizan la sinrazón homicida y alimentan la indiferencia. La población no solo tiene que convivir con la exhibición del horror en la puerta de su casa o en sus lugares de trabajo, también está siendo encauzada a legitimar la calumnia, la exaltación de la fuerza y hasta la tortura. Se trata de un revés a los derechos humanos y, en consecuencia, una extensión del abismo en el tejido social. Esa también es responsabilidad de la actual administración. Para una sociedad tan deteriorada como la salvadoreña, el discurso oficial hace méritos para lograr que ese daño sea irreversible.

Determinar lo que ha ocurrido el pasado fin de semana es una labor arriesgada. La desinformación y el secretismo autoritario impide conocer, recabar fuentes e incluso contribuir a posibles salidas. Las investigaciones periodísticas y otras voces autorizadas que han señalado los pactos o negociaciones entre pandillas y el gobierno central podrían sugerir que el alza de la violencia responde a una ruptura de acuerdos o una medida de presión por parte de las pandillas. Lo que sí es evidente, y se ha demostrado nuevamente, es que la demagogia y las medidas coercitivas no pueden prevalecer. Ya basta de vender humo, de limpiarse las manos y responsabilizar a otros de los propios errores. Ya basta de manipular. La transparencia es el primer paso fundamental para recuperar el rumbo del país y salir de este bucle que afecta a todo El Salvador, especialmente a las mayorías empobrecidas.

 

* Artículo publicado en el boletín Proceso N.° 84.

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