Que el Estado salvadoreño es débil es más que evidente. No porque tenga dificultad en lograr algunos triunfos democráticos de por sí difíciles, como lo son el desarrollo, la seguridad ciudadana o la victoria sobre la pobreza. Sino porque es incapaz de cumplir y hacer cumplir la ley. Un ejemplo paladino nos lo da el hecho de que los mismos funcionarios públicos no cumplen elementos básicos de la legislación. En efecto, de la administración gubernamental anterior, un año después de haber terminado sus funciones, sólo han presentado el finiquito de sus cuentas ante la unidad de Probidad de la Corte Suprema un escaso 13% de los más de diez mil empleados y funcionarios públicos que deberían haberlo hecho. Un total de casi nueve mil pequeños sinvergüenzas (o grandes, nunca se sabe) que se dan el lujo de reírse de la normativa nacional.
En el nuevo Gobierno las cosas no andan tampoco demasiado bien. Hasta hace poco, más de tres mil funcionarios de la nueva administración, con un año ya de ejercicio, no han presentado la declaración de patrimonio ante Probidad. Declaración exigida por la ley que trata de evitar el enriquecimiento ilícito de funcionarios y empleados públicos. Y lo peor de todo este desorden es que para la honradez no parece haber exigencia. Las multas por no presentar este tipo de informes oscilan entre los cincuenta y cien dólares; simples cosquillas para cualquiera de los abundantes corruptos o aprovechados que suelen poblar nuestros Gobiernos. Ni desde Probidad ni desde el Tribunal de Ética Gubernamental se puede hacer gran cosa. Los ciudadanos que trataron de ir a este último para que al menos desde la ética se dijera que son unos sinvergüenzas los magistrados que cobraron meses extras pocos días antes de abandonar sus cargos, se enteraron de que el Tribunal no puede pronunciarse sobre ellos porque ya no son parte del Gobierno. Moraleja: si faltas a la ética en los últimos días de tu cargo, no hay institución estatal que te pueda decir nada.
El partido Arena ha lanzado una propaganda constante acusando al Gobierno de incapacidad. Pero aun concediéndole parte de razón a la derecha, si vemos las cifras areneras de incumplimiento de las leyes que protegen la honradez y la responsabilidad respecto a fondos públicos, vemos que la incapacidad de los tricolores supera con mucho al actual Gobierno. Incapacidad para cumplir leyes básicas y capacidad abundante para burlarlas, según se ve en la ausencia de declaraciones ante Probidad.
Sin embargo, el problema en El Salvador no es de partidos, aunque éstos tengan su buena parte de responsabilidad en ello. Se trata de un problema de Estado. Un Estado deficiente diseñado para favorecer más a unos pocos y ser incapaz de controlar la corrupción. Tenemos una Constitución elaborada tras un golpe de Estado, escrita en tiempos de guerra desde una representación y un debate limitados, con serias contradicciones internas y sin un seguimiento adecuado de la legislación secundaria. En otras palabras, un cuerpo legal insuficiente que al final acaba dando privilegios e impunidad al más fuerte o al más vivo. Si a todo esto le añadimos un funcionariado donde abundan flojas concepciones ideológicas y fuertes tendencias al aprovechamiento del cargo, tenemos armado el andamiaje de este sistema que al final puede fácilmente revestirse más de palabrería democrática que de realidad.
Cambiar este paquete es tarea difícil. Hasta ahora, quienes gustan de vivir en ese río revuelto, que sólo produce ganancia para los corruptos, han logrado salirse con la suya y mantener el suficiente desorden institucional como para que la gente desconfíe tanto de la política que ni siquiera pretenda intervenir en ella. No hay nada mejor que hacer odiosa la política para que la gente se despolitice y se abandonen las responsabilidades ciudadanas. Sin embargo, cada vez surgen mayores esfuerzos por tocarle la médula al sistema corrupto dominante. Lo están intentando, a su modo y en su sector, algunos ciudadanos íntegros, como la mayoría de los miembros de la Sala de lo Constitucional, algunos funcionarios del actual Gobierno (no todos) y ciertos sectores de la sociedad civil de diferentes ideologías y pensamientos. Y desde ahí cuestionan a los políticos, entre los cuales también hay gente buena, aunque a veces demasiado condicionada por la burocratización y la poca democracia interna de sus propios partidos. Aun en medio de la confusión, e incluso de algunos retrocesos momentáneos, la esperanza se va abriendo camino lentamente.
A los políticos les gusta hablar de Estados fallidos. Sin embargo, el Estado salvadoreño no es uno de ellos. Ni lo fue con Arena ni lo es con el FMLN. Tiene recursos para imponerse al desorden y lo ha conseguido en ocasiones, al menos parcialmente. Pero sí es un Estado en entredicho. En otras palabras, un Estado poco digno del crédito y la confianza ciudadana. Corresponde a la ciudadanía recuperar la esperanza en que las cosas pueden cambiar. Nos toca a todos y todas exigir trasparencia, eficacia y responsabilidad. Sólo la conciencia ciudadana adulta y democrática expresada desde los diferentes ámbitos, sean políticos, institucionales o como parte de las diversas expresiones de la sociedad civil, pueden sacar al Estado del entredicho. Se necesita generosidad, claridad de ideas y debate racional. Y sobre todo escuchar las necesidades de las grandes mayorías salvadoreñas que quieren, paz, justicia, desarrollo social y un futuro digno que no esté tan forzosamente vinculado a la migración.